Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 30 de diciembre de 2017

La indiferencia insignificante


En el prólogo a Poesía en movimiento —la antología de Siglo XXI editores, hoy casi canónica—, Octavio Paz se preguntaba refiriéndose al saltillense Julio Torri (1889-1970): “¿Por qué ha escrito tan poco?” Y enseguida se respondía él mismo usando un ramalazo del propio Torri: “Quizá porque ha sentido como nadie el gozo irresistible de perderse, de no ser conocido, de huir”. 

Perderse, no ser conocido, huir requiere no solamente de voluntad, también de fuerza, de sudores, porque precisa movimiento. Para perderse, no ser conocido, huir es necesario cambiar de aires, quitarse el nombre y ponerse otro, trasmutar la apariencia, trocarse la rutina… Joaquín Sabina lo canta así: “partiré de viaje enseguida / a vivir otras vidas, / a probarme otros nombres, / a colarme en el traje y la piel / de todos los hombres / que nunca seré…” No se trata de la misma manera de perderse que describe Kafka (1883-1924) en el siguiente fragmento, párrafo final de sus Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero: “No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies.” Tal es el envite al que se aventura el protagonista de Un hombre que duerme, la novela de Georges Perec (Impedimenta, 2012), y epígrafe atinadísimo de la misma. El joven personaje sucumbe al gozo irresistible de perderse, pero no a través del movimiento, sino de su opuesto, la quietud. Un buen día, sin un antedicho qué traer a cuento, un estudiante de Sociología decide no levantarse de la cama, no acude al examen programado y desde entonces se deja ir: “Eres un holgazán, un sonámbulo, una ostra. Las definiciones varían según las horas, según los días, pero el sentido permanece más o menos claro: … no quieres más que durar, no quieres más que la espera y el olvido…”

Georges Perec nació en París en 1936 en el seno de una familia judía de origen polaco y falleció cuatro días antes de cumplir 46 años. Siendo un infante, la barbarie nazi le arrebató a su padre —muerto en el frente días antes de la rendición de Francia— y a su madre —fulminada en Auschwitz—. El pequeño Georges vivió escondido en Villard-de-Lans con unos tíos, quienes durante varios años, por su seguridad, le ocultaron su origen —su apellido, Peretz, cambió a Perec—. Terminada la guerra, Georges, de vuelta en la capital francesa, al igual que el protagonista de Un hombre que duerme, habría de ser estudiante de Sociología, en La Sorbona.

No hay la menor intención de heroísmo en el arrebato del muchacho que opta por dejar de hacer, por no pasar de los movimientos indispensables y permanecer solo en una pequeña habitación, la mayor parte del tiempo dormido: “Aparecerá ante ti, al hilo del tiempo, una vida inmóvil sin crisis, sin desorden: ninguna aspereza, ningún desequilibrio. Minuto tras minuto, hora tras hora, día tras día, estación tras estación, algo que nunca tendrá fin va a comenzar: tu vida vegetal, tu vida anulada”. Tampoco se trata del afán del anacoreta que pretende santificar su existencia a través del martirio: “Tu propósito no es ir desnudo por ahí sino estar vestido sin que eso implique necesariamente afectación o abandono; tu propósito no es dejarte morir de hambre, sino solamente alimentarte”. En un mundo sin celulares, sin internet, sin radio ni televisión, el universitario desertor encuentra en la lectura y en el paseo las mejores estrategias para borrarse a sí mismo. “Caminar incesante, incansable. Caminas como un hombre que llevase maletas invisibles, caminas como un hombre que siguiera a su sombra. Caminar de ciego, de sonámbulo, avanzas a paso mecánico, interminablemente, hasta olvidar que caminas. Flâneur minucioso, nictóbata consumado, ectoplasma que con una sábana flotante pasaría por un fantasma que no asustaría ni a los niños más chicos”. Pronto se ve rodeado de la fauna citadina de los que, como él pretende, se han ido haciendo a un lado o los han hecho a un lado, los marginales: “Los de piel oscura, los de cuellos de camisa raídos, los tartamudos que te cuentan su vida, su cárceles, sus centros de acogida, sus falsos viajes, sus hospitales. Los viejos profesores que quieren reformar la ortografía, los jubilados que creen haber creado un sistema infalible para recuperar los papeles viejos, los estrategas, los astrólogos, las adivinas, los sanadores, los testigos, todos los que viven con sus ideas fijas; los desechos, la chatarra, los monstruos inofensivos y seniles de los que se ríen los camareros…, las viejas arrugadas con abrigo de piel que se ventilan…”

Cerca del final de su personal epopeya por el vacío, el protagonista de la novela descubre el mayor riesgo en el que se ha puesto: “La indiferencia disuelve el lenguaje, enturbia los signos. Eres paciente y no esperas, eres libre y no eliges, estás disponible y nada te moviliza. No pides nada, no exiges nada…” La indiferencia lleva irremediablemente a la insignificancia: “No has aprendido nada, salvo que la soledad no enseña nada, que la indiferencia no enseña nada: era un engaño, una ilusión fascinante y con trampa”. 

Hoy, lamentablemente, para millones de personas resulta más fácil caer en la celada de la indiferencia, pertrechados por cientos de canales de televisión, Netflix, Spotify, el Face… Pero resulta lo mismo: su indiferencia es insignificante.



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