Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 9 de diciembre de 2017

Como en feria


Creo fielmente que el arte es conocimiento,
y lo único que espero es tener el valor suficiente para
transmitir a los demás los datos que
un habitante de Zapotlán
puede aportar al hombre de todas partes.
Juan José Arreola


En 1963 dos novelas fueron reconocidas con el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores: Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro (1916-1998), y La feria, de Juan José Arreola (1918-2001). Fue la primera ocasión que el galardón —instaurado en 1955 por iniciativa del crítico Francisco Zendejas con el propósito de honrar al mejor libro publicado año con año en México— era otorgado a más de una obra. En su edición inicial, el Villaurrutia se lo había llevado Pedro Páramo, de Juan Rulfo (1917-1986); en 1956 fue para Octavio Paz (1914-1998), por su libro de ensayos El arco y la lira; al año siguiente, el Premio se declaró desierto —lo cual significa que el jurado le hizo el feo a la primera novela de Rosario Castellanos (1925-1974), Balún Canán—; en el 58 no, no se lo concedieron a La región más transparente de Carlos Fuentes, sino a El libro vacío, la novela experimental de Josefina Vicens (1911-1988); en 1959 resulta por vez primera ganador un poemario, Delante de la luz cantan los pájaros, de Marco Antonio Montes de Oca (1932-2009), y al año siguiente la Castellanos ahora sí es laureada, esta vez por su colección de cuentos Ciudad real. Para las dos ediciones siguientes, 1961 y 1962, no hubo un solo libro que le cuadrara el ojo al jurado, por lo cual el certamen se declaró desierto. Hasta aquí, me parece que en sus primeros años el Premio Xavier Villaurrutia resultó mayoritariamente atinado: de los siete primeros libros que lo recibieron, al menos cuatro indiscutiblemente son hoy considerados parte del canon de la literatura mexicana contemporánea —tres novelas, las de los dos Juanes y la de la Garro, y el libro de su ya entonces ex esposo—.

Juan José Arreola publicó únicamente un libro que puede ser clasificado como una novela. Se sabe que al menos desde 1953 comenzó a escribir algunas partes de lo que sería La feria —hecho del cual pueden dar fe varios talleristas del Centro Mexicano de Escritores, en el que participaba entonces el joven jalisciense como becario, al igual que Rulfo—. El libro terminaría siendo un retablo armado con 288 textos —entre cada uno de ellos, un asterisco diseñado ex professo por Vicente Rojo para la edición de Joaquín Mortiz—. Quien la haya leído sabe que la narración da voz a una muchedumbre de personajes, sin que ninguno de ellos ni uno omnisciente puedan ser considerados el narrador; por ello resulta una obra polifónica y dialógica. Como puede decirse acerca de sus demás libros, el título es más que acertado, resume el alma genérica de la obra y su propuesta poética —como Confabulario, Varia invención y Bestiario—: la novela es efectivamente una feria textual, un desgarriate divertido, una diversidad organizada con intencionalidad estética… En sus páginas hay coro, cuchicheo, conversación y griterío, monólogos y diálogo, transcripción literal de documentos y textualización de pláticas, paráfrasis, soliloquios, versos, chismes y chistes, testimoniales fidedignos y cuentos, historiografía y ficción… Hoy el diccionario de la Real Academia acepta trece acepciones distintas para el vocablo: feria es el mercado mayor y es la fiesta principal, ágora y miscelánea; también es el gentío que a ella acude en bola y la panoplia de instalaciones y artilugios dispuestos eventual o periódicamente para la recreación y el jolgorio de la gente: la rueda de la fortuna, los puestos de comida, el tiro al blanco con dardos o municiones…; es el montaje comercial que se dispone para la exposición de productos y animales; es cualquier día de la semana que no sea sábado o domingo, pero paradójicamente también es descanso y suspensión de labores, el reposo y el juego; es trato y convenio; es el extra, el regalito, el pilón; es la lana, el billete, la riqueza caudalosa, pero también el cambio, la morralla, la menudencia de metálico… La última acepción vale la transcripción: “Dádivas o agasajos que se hacen por el tiempo en que hay ferias en algún lugar. Dar ferias”… La polisemia no para ahí, porque en las locuciones verbales sigue, y de lo lindo: a ver cómo lo entiende usted, pero si la feria es fiesta y relajo y juego y desahogo, resulta que si a alguien “le va como en feria” en realidad es que le va muy mal.

La Feria integra una multiplicidad de tiempos y personajes, pero resulta irrefutable que tiene un solo protagonista: Zapotlán. ¿Zapotlán el Grande, Jalisco, hoy Ciudad Guzmán, el lugar? No, por supuesto: el territorio —“Zapotlán, tierra extendida y redonda, limitada por el suave declive de los montes, que sube por laderas y barrancos a perderse donde empieza el apogeo de los pinos.”—, pero también su gente y sobre todo su gente a través del tiempo, es decir, su historia, o más precisamente: sus historias. Arreola logra engarzar una y otra vez lo social con lo más íntimo; en el desvelo tortuoso del solterón empedernido del pueblo cabe el drama de todos: “Allí está otra vez don Salva caído en el insomnio, como sapo en lo profundo de un pozo, golpeándose la cabeza en su almohada de piedra, casándose y descasándose, enviudando y volviéndose a casar con todas las muchachas de Zapotlán…”

La Feria, un clásico mexicano.

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