Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 15 de febrero de 2014

Perplejos

Hijos transculturales

Uno de mis mejores amigos estudió Química. Pongamos que se llama Turé. Él, sin duda, embona en el ideal que en México todavía alcanza a seducir a algunos jóvenes: es un profesional exitoso. Casi desde que se tituló, trabaja en una importante empresa trasnacional. Ha vivido en varios países y buena parte de su chamba implica viajar por todo el mundo. Tiene dos hijos, y recuerdo que a la hora de buscarle nombre a su progenie él y su esposa acordaron, en ambas ocasiones, el siguiente criterio: nombres cortos que puedan pronunciarse igual en distintos idiomas. Alan hoy vive en Brasil y Eric en Francia.

Estoy seguro de que cuando se trepó al avión que la llevaría a Serbia mi amiga Tania jamás se imaginó que estaba a punto de conocer al futuro padre de sus hijos. Solidaria y aventurera, viajó a Belgrado para asistir a la boda de un amigo suyo quien, como ella lo haría, había encontrado el amor en lo que alguna vez fue Yugoslavia. Su actual marido es gringo y sus chamacos, también dos, podrán viajar por el orbe sin tener que traducir sus propios apelativos: Lucca y Andre.


Filósofos transculturales

El cadí —máxima autoridad judicial— de Córdova tuvo un hijo en 1126 y lo llamó Abū l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd; afortunadamente, el apelativo árabe fue latinizado en corto: Averroes. Nueve años después, en la misma ciudad andalusí, nació Moshé ben Maimón o bien Musa ibn Maymun, quien sería luego mejor conocido por uno de sus dos alias: Maimónides, es decir “el hijo de Maimon”.

Ciertamente, Averroes  y Maimónides compartieron tiempo y espacio: fueron coetáneos (1126-1198 y 1135-1204, respectivamente) y coterráneos, oriundos de la llamada Atenas de los árabes españoles, Córdova, como lo fue Séneca (4 a.C. – 65 d.C.) y lo sería el culterano mayor, Luis de Góngora y Argote (1561-1627). Además de momento histórico —sus vidas transcurrieron en Al-Ándalus durante del Imperio almohade—, Averroes y Maimónides fueron colegas, médicos ambos, pero sobre todo, filósofos y hombres de fe. Más allá de sus distintas tradiciones de origen, musulmana y judía, este par de galenos participaban de una gran admiración por una misma persona, un macedonio polímata de magnas proporciones y trascendencia milenaria, Aristóteles de Estagira (384 a. C. – 322 a. C.). Entre otras obras, Averroes escribió Tahafut al-Tahafut, que del árabe pasó al latín como Destructio destructionis, es decir, Destrucción de la destrucción aunque resultó más conocido en castellano como Refutación de la refutación –justamente, porque el texto de Averroes era una refutación al libro La destrucción de los filósofos, de Al-Ghazali—. Por su parte, Maimónides escribió un libro con un título grandioso, de un pegue mercadológico que mantiene aliento hasta nuestros días: Guía de los perplejos. Sin problema podemos tildar a ambos textos como aristotélicos, y más todavía: tanto el musulmán —Averroes sería cadí de Córdova y después de Sevilla— como el judío —Maimónides estuvo un tris de ser Gran Rabino de El Cairo— discurrieron, cada quien desde su diferente trinchera, con un propósito compartido: conciliar. En su caso, Maimónides pretendía auxiliar a muchos judíos que, como sus discípulos, conocedores del Torá y lectores apasionados de las enseñanzas aristotélicas —recién descubiertas por los sabios árabes—, no podían más que sentirse perplejos ante las contradicciones que se evidencian entre lógica formal y judaísmo. Por su lado, Averroes escribe su Tahafut al-Tahafut para argumentar que la religión, el Islam en concreto, y la filosofía no eran excluyentes. Ambos intentaron conciliar la fe y la razón, o quizá sea más preciso decir conciliar el lenguaje de la fe y el de la razón. Averrores, por ejemplo, sostiene que la verdad se expresa en El Corán de tal forma que no debe leerse en forma literal, sino alegórica. Como siglos después apuntaría Wittgenstein, una buena metáfora refresca el entendimiento.


Perplejos

Maimónides redactó la Guía de los perplejos originalmente en árabe; enseguida, en 1190, fue traducida al hebreo (Moreh Nevukhim). Precisamente ese año, mientras que en Al-Ándalus Averroes y Maimónides seguían tratando de conciliar Islam, Torá y filosofía aristotélica, los reinos cristianos de la península ibérica pactaban para enfrentar juntos a los árabes; Alfonso VIII de Castilla, Alfonso IX de León, Alfonso II de Aragón, Sancho VI de Navarra y Sancho I de Portugal firmaron la alianza. Bien a bien el propósito se conseguiría tres siglos después, porque si bien los almohades marroquís perderían la soberanía ibérica en 1269, los cristianos no lograrían expulsar definitivamente de España a los moros sino hasta 1492, el mismo año en que ellos mismos vinieron a meter su cuchara en América: en enero, después de años de asedio, las fuerzas de los Reyes Católicos por fin desmantelan el Reino nazarí de Granada, con lo que queda concluida la Reconquista. Después, tuvieron que pasar 330 años para que apareciera la primera traducción completa al latín de la Guía de los perplejos: Rabbi Mossei Aegyptii Dux seu Director dubitantium aut perplexorum.


En el ensayo con que abre Concepts and Categories, Isaiah Berlin sostiene que el propósito de la Filosofía es atender un tipo específico de preguntas, aquellas que “no pueden ser respondidas por medio de la observación o el cálculo, tampoco mediante métodos deductivos un inductivos”. Son preguntas que, “y he aquí un corolario crucial”, … hacen que quienes se las plantean se enfrenten a un estado de perplejidad”. Por eso Isaiah, que es decir Isaías, pensaba que la Filosofía era necesaria…

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