…no encuentro pueblo
alguno
—por muy formado y docto, o muy salvaje y muy bárbaro que sea—
que no
estime que el futuro puede manifestarse a través de signos,
así como ser
predicho por algunas personas.
Cicerón, Sobre la
adivinación.
Es feo pero obligado evocar de entrada que
Astiages, cuarto rey de los medos, castigó el desacato de Harpago, su súbdito, engañándolo
para que, durante un banquete en el palacio de Ecbatana,
el infeliz, sin saber lo que estaba haciendo, se comiera muy ufano, asado y
aderezado, buena parte del cadáver su propio hijo. Recordarán que, gracias a la
desobediencia de este señor Harpago, el recién nacido producto del matrimonio
entre el rey persa Cambiases y la princesa meda Mandane se salvóde ser asesinado. Superado el antropófago episodio
y reincorporado el muchachito Ciro al camino real de su propia biografía,
Astiages quiso creer que sus funestos sueños ya no tenían por qué angustiarlo, así
que reculó en sus planes nepticidas y despachó a su nieto a Pasagrada, ciudad
en la que residían sus padres.
Fiel a la ideología dominante del mundo
antiguo, Heródoto cuenta que, ya en Persia, “conforme se iba haciendo hombre,
Ciro era el más valiente y afable entre los muchachos de su edad”. Mientras
tanto, en Media, bullendo en rencor, Harpago urdía su venganza. Por un lado, regularmente
enviaba regalos y cartas al joven Ciro, y por el otro “se fue entrevistando en
privado con cada uno de los principales personajes de Media, y los fue
convenciendo de que debían ponerse a las órdenes de Ciro y deponer a Astiages” (Historia; I). Para persuadir al muchacho
persa de que en su momento comandara la revuelta, Harpago ideó una estratagema
para darle un giro al cauce de los hechos, adulterando para ello la previsión
del destino…
Se valorará mejor la agudeza del ardid si antes
recordamos que, entre las muchas artes adivinatorias empleadas durante la
Antigüedad, además de la oniromancia
—el atisbo del futuro en los sueños— y la ornitomancia —“el vuelo y el grito,
la actitud y el movimiento de las aves eran fuente de muchos presagios”—, para
predecir el porvenir era muy socorrido la observación de las entrañas de
ciertos animales. El nombre de esta mancia, auruspicina, proviene de la lengua etrusca,
por intermediación del latín, puesto que las técnicas de adivinación de los
arúspices de Etruria fueron adoptadas por los romanos. La creencia de que en
las vísceras era posible vislumbrar el futuro se basa en el postulado de que
todo lo que sucede en el macrocosmos se expresa también en determinados
microcosmos. Tal principio es mucho más antiguo que la civilización etrusca; en
Mesopotamia y Anatolia, se ha hallado registro arqueológico que lo acredita (Raymond
Bloch, La adivinación en la Antigüedad.
FCE). Seguramente tanto medos como persas, influidos por los asirios, tuvieron
también arúspices. Dicho esto, continuemos…
Para comunicar su plan a Ciro, Harpago mandó
a Persia a un cazador, quien entre sus presas llevaba una liebre que debía
entregar al joven. Previamente había abierto el vientre del orejón lepórido para
ocultar entre sus vísceras un escrito. Heródoto da testimonio de lo que el
mensaje decía:
Hijo
de Cambises, ya que los dioses velan por ti, trata… de vengarte de Astiages…
Pues, en lo que de su empeño ha dependido, muerto estás… Te encuentras con vida
gracias a los dioses y a mi intervención. Me figuro que estás ya… al corriente de todo, de cómo se obró con tu
persona y de lo que yo he sufrido a manos de Astiages, porque, en lugar de
matarte, te entregué al boyero. Pues bien. Si quieres hacerme caso, tú reinarás
sobre todo el territorio en que lo hace Astiages. Convence a los persas para
que se subleven y marcha con un ejército contra los medos. Tanto si yo soy el
general designado por Astiages para hacerte frente como si lo es otro
cualquiera de la nobleza meda, conseguirás tu propósito, pues ellos serán los
primeros en abandonar a Astiages y pasarse a tu bando para tratar de
destronarlo…
Ciro actuó valiéndose igualmente de un escrito: “redactó una carta
adecuada a sus propósitos, convocó a una junta de persas, abrió en ella la
carta y, dándole lectura, dijo que Astiages le nombraba general de los persas”.
El pretendido nombramiento no carecía de lógica: además de nieto de Astiages, Ciro
era bisnieto del rey Aquemenes, fundador de la dinastía aqueménida. Ya
ungido, pidió que los persas se presentaran al otro día, armados con una oz, “en
un gran paraje lleno de cardos”. A la mañana siguiente, en el terreno, Ciro les
ordenó que desbrozaran el paraje, en una jornada, sin descanso. Luego los citó
para que acudieran, pero bien bañados, a una comilona. “Cuando terminaron el
festín, Ciro les preguntó qué preferían, si el trabajo de la víspera o lo de
entonces”. Después de escuchar la obvia respuesta, arguyó: “Persas, ésta es
vuestra situación: si estáis dispuestos a obedecerme, a vuestro alcance están,
sin tener que realizar ningún trabajo servil, estos y otros mil placeres; pero
si no estáis dispuestos a obedecerme, os esperan innumerables trabajos
parecidos a los de ayer”. Los conminó entonces a levantarse en contra de los
medos. Como era de esperarse, Artiages nombró a Harpago para enfrentarlo,
encomienda que el sañoso súbdito no atendió. Pronto, muchos medos se pasaron
con los persas. Ciro se apoderaría fácilmente de Ecbatana; para entonces su
abuelo ya había sido apresado por Harpago. Dos mil años después, Maquiavelo
condensaría tanto cuento en un par de líneas: “Para hacerse soberano suyo, era
menester que Ciro hallase a los persas descontentos del imperio de los medos, y
a éstos afeminados por una larga paz” (El
Príncipe). El resultado es el mismo: nacía así el imperio más grande que
hasta entonces había existido en el mundo.
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