No es el futuro
ni su irreal presencia
lo que nos
tiene lejos, divididos.
Es el lento
desastre, la existencia,
en donde
triunfan todos los olvidos.
Sólo en el
sueño, azogue y transparencia,
Caminamos desiertos
pero unidos.
José Emilio Pacheco, Estancias.
Me resulta imposible retomar el hilo de la historia en
donde lo dejamos la semana pasada… Antes de narrar cómo fue que el joven Ciro,
persa aqueménida él por parte de padre, logró arrebatarle un imperio, el medo,
a Astiages, su abuelo materno, me veo obligado a abrir un paréntesis… En esta
ocasión la culpa no es mía, la tienen dos ciegos, Borges y Homero, y mi amigo
el conde Serredi, que, en la antípoda, más bien es un mirón contumaz.
A ver, ¿cómo fue?… Andaba yo muy disciplinado
documentándome sobre el arte de la aruspicina, en especial sobre una de sus variantes,
la extispicina —de la cual por ahora sólo diré que ya vendrá a cuento—, y en
general acerca del vasto inventario de técnicas adivinatorias empleadas en el
mundo antiguo, cuando volví a toparme con la oniromancia, la predicción del
futuro por medio de la interpretación de los sueños. La evocación de los
sueños de Astiages fue obligada, y la remembranza ahora sí activó las
sinapsis que antes no había experimentado: ¡Borges! Recordé que en su Libro
de los sueños el porteño había incluido el relato sobre las pesadillas del
rey medo. En la edición príncipe de la obra (Torres Agüeros; Argentina, 1976),
Borges arranca con la “Historia de Gilgamesh”, el “Sueño infinito de Pao Yu” de
Tsao Hsie-king, y después inserta catorce narraciones bíblicas, continúa con un
cuento hitita, luego con un montón de piezas inscritas en la tradición
grecolatina, y así avanza, con sorpresas y obligados, Nietzsche y Quevedo, Antonio
Machado y Kafka, entremete varios textos propios y de algunos coetáneos suyos, como
“Infierno V” de Juan José Arreola, hasta colocar en el lugar 68 “Los sueños de
Astiages” de Heródoto de Halicarnaso… Pues releyendo su Prólogo al Libro de
los sueños, encuentro que Jorge Luis de Buenos Aires sostiene que en una
“historia general de los sueños y de su influjo sobre las letras”, sería
conveniente separar los sueños inventados por el sueño y los sueños inventados
por la vigilia”. ¡Otra sorpresiva sinapsis!: mi memoria aventó a primer plano una
anécdota que hace varios años me contó el conde Serredi…
Debió de haber sucedido a finales del siglo pasado.
Por aquellos ayeres, mi buen amigo acudía perseverantemente —y no escribo
“religiosamente” nada más para que no se me acuse de mala leche— a sesiones semanales
de terapia —psico terapia, se entiende— con una analista experta en la
interpretación de los sueños. Sus pacientes, imagino que desde las
profundidades del diván, reseñaban a la facultativa sus más recientes experiencias
oníricas, intentando no autocensurarse y más bien esforzándose en detallar. Por
supuesto, el relato daba pie a la glosa por parte de la susodicha terapeuta:
— Ella te explica qué significa todo. Quién es quién,
qué cosa representa cada agente, cada agencia…, cómo hay que leer la trama y,
sobre todo, cómo tus sueños pueden guiarte en el camino hacia adelante… Lo malo
es que no siempre me acuerdo de qué soñé…
— Sesión perdida.
— Pues no, eh. Cuando eso pasa, pues improviso, me
invento ahí mismo un sueño…, ¡e igual resulta muy atinada la interpretación de
la doctora!
¡Sueños inventados en vigilia! Para Borges ambos son
dignos de consideración, tanto los sueños que se tienen dormido como los que
uno idea despierto. Eso sí, la oniromántica acreditada que socorría a mi amigo
el conde Serredi jamás lo escuchó dormido, mientras soñaba, de tal suerte que
sus exégesis, si el sueño no era de los que él improvisaba despierto, siempre eran
a toro pasado hacía mucho tiempo. Pero… ¿podría ser de otra manera? Hace más de
dos mil quinientos años, Homero cantó en la Odisea
un caso…
Habían pasado veinte años de que Ulises, “el rico en
ardides”, partió de la isla de Itaca. Su mujer, Penélope, sin saber que con
quien hablaba —en apariencia un anciano visitante— era en realidad su esposo
vuelto a casa después de tremebundo periplo, le cuenta:
Escuchádme y juzga el sueño que voy
a contarte… Tengo aquí una veintena de ocas que comen
el trigo en la artesa del agua: me da gozo verlas. Soñaba con que un águila
grande y de pico ganchudo, viniendo desde el monte, rompíales el cuello y
matábalas; muertas todas ya y en montón, voló el águila al éter divino, mas yo
en sueños lloraba y gemía, y al par las aqueas bien trenzadas juntábanse en
torno al oír mis lamentos de dolor por la muerte que el águila diera a mis ocas.
Pero aquélla, viniendo de nuevo, posóse en la viga del salón y me habló en
lengua humana, contúvome y dijo: ‘Ten valor, tú, nacida de Icario, famoso en el
mundo. Lo que ves no es un sueño, es verdad que tendrá de cumplirse: son las
ocas tus propios galanes; yo, el águila antes, y ahora tu esposo que vuelve y
que a todos aquellos pretendientes habré de imponer su afrentoso destino’. Tal
me dijo y entonces a mí me dejó el dulce sueño y, mirándolo todo, hallé dentro
de casa a las ocas que picaban el trigo en la misma gamella de siempre (XI, 535-553).
¡Un sueño interpretado durante el propio sueño! Claro, ya
despierta, Penélope duda: “son los sueños ambiguos y oscuros, y lo en ellos
mostrado no todo se cumple en la vida”.
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