Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

jueves, 20 de agosto de 2020

Bicho fautor

Una pandemia es un fenómeno social

que involucra algunos aspectos médicos.

Rudolf Virchow

 

 

Mi amigo Pierre Jours tenía agendada una reunión de trabajo con el secretario de Educación del gobierno de un estado del noroeste, una entidad fronteriza para mayor detalle.

 

“¿Reprogramarla?” —whattsappeo.

 

“Imposible” —me responde.

 

Iniciaba la segunda quincena de junio, es decir, nos encontrábamos en pleno confinamiento. Nada envidiable, su perspectiva era la siguiente: un vuelo directo desde la Ciudad de México con una duración de más de dos horas y media —además, considerando que los husos horarios son diferentes, aterrizaría cuando el reloj marcara casi cinco horas después del despegue—, un trayecto de cuarenta minutos del aeropuerto a un hotel en el centro para registrarse y dejar la maleta, un taxi para llegar a la hora pactada a las oficinas del servidor público aludido, la reunión cara cara…, no, perdón, más bien cubrebocas a cubrebocas, seguramente un encuentro de menos de una hora, ya pasado el ocaso vuelta al hotel, bobear un rato frente al televisor, cena ligera en el restaurante del mismo hotel, regreso a la habitación para leer un rato antes de dormir, y, a la mañana siguiente, temprano, de nuevo al aeropuerto para subirse al avión que lo traería de vuelta… 

 

Pierre me contaría que dos días antes de la fecha acordada, el alto funcionario tuvo a bien cambiar el formato de su reunión:

 

— Afortunadamente fue por zoom

 

— ¡Uy!, harto ahorro de tiempo, lana, riesgos, energía…

 

— Sí, además pudieron participar, desde sus casas, dos colaboradores míos. Qué bueno que ahora podemos hacer esto.

 

¿Ahora? Ahora no…, ¡lo hemos podido hacer desde hace por lo menos veinte años! Y si partimos del hecho de que el medio de comunicación más importante cuando dos personas se sientan a conversar para acordar algo es el habla, pues entonces desde hace mucho más tiempo —Meucci inventó el teléfono hace más de 160 años—.

 

La semana pasada afirmaba aquí mismo que al parecer necesitábamos una pandemia para darnos cuenta de que, para un montón de puestos laborales, nuestras presencias corporales resultan no sólo prescindibles, sino además onerosas. En ambos casos —los viajes de negocios y la presencia diaria y obligada en un mismo sitio de millones de trabajadores que pueden laborar a distancia—, las condiciones materiales para que ocurrieran los cambios ya estaban dadas desde hace no poco; sin embargo, sencillamente no habían sucedido. Así que el bicho ha resultado un fautor.

 

La pandemia, más allá de su carácter biológico con indiscutibles repercusiones en el ámbito de la salud pública, es un fenómeno social que está catapultando grandes cambios. Más incluso, el condenado bicho tendrá mucho más trascendencia social que demográfica: hoy día el planeta Tierra hospeda a 7,805 millones de sapiens; hoy día la COVID-19 ha matado a 769 mil personas.

 

Hasta donde sabemos, esta es la primera vez que los humanos experimentamos el contagio del coronavirus SARS-CoV-2, ciertamente…, pero una pandemia no es un fenómeno novedoso. Desde el principio de los tiempos la humanidad ha tenido que sufrir los embates de epidemias; no obstante, la forma en que las sociedades lidian con ellas cambia.

 

El filósofo multimillonario Bernard-Henri Lévy (Argelia, 1948), alumno de Jacques Derrida y Louis Althusser, dio a conocer en julio su libro Ce virus qui rend fou: essai Este virus que te vuelve loco: ensayo—, y hace apenas unos días University Press publicó la traducción al inglés: The Virus in The Age of Madness. El también documentalista sostiene que lo que más le ha sorprendido durante la presente contingencia no ha sido tanto la pandemia en sí misma, sino el “extraño modo” en la que hemos reaccionado: “Es la epidemia de miedo, no sólo a la COVID-19, que se ha precipitado sobre el mundo entero. Hemos visto almas resistentes paralizarse repentinamente”. Comparto el juicio: en marzo, días antes de que a mí me pegara el virus, escribía en estas páginas: “Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del pánico. La pandemia del pánico se propaga imparable.” El pensador francés caricaturiza —“ISIS declaró que Europa era una zona de alto riesgo para sus combatientes, quienes prontamente desaparecieron para ir a taparse las narices con kleenex con aroma a eucalipto en las profunidades de alguna cueva de Siria o Irak…” — y ya en plan más serio se pregunta si lo que estamos viviendo no se parece a la epidemia de ceguera que narra Saramago en su celebérrima novela.

 

Según Bernard-Henri Lévy la respuesta generalizada en todo el orbe ha sido o neurótica —es decir, la negación: ¡no, el virus ése no existe, es un enorme embuste!— o sicótica —o sea, la sobre reacción: ¡el género humano está al borde de la extinción!—, y alerta: no vaya resultar que el confinamiento y el distanciamiento social termine siendo “una especie de ensayo para una nueva forma de arrestar, oprimir y detener masivamente a la gente”. ¿Y qué tal que no se trata de la antesala de la desesperanza sino de “una señal tranquilizadora de que el mundo ha cambiado, que por fin la vida se ha hecho sagrada, de que, de ahora en adelante, cuando se tome una decisión entre la vida y la economía, la vida triunfará”? Con su libro, Bernard-Henri Lévy no lanza una moneda al aire; más bien invita a hacer una apuesta.

 

Tal vez sólo nos guste creer que somos conscientes de las rutas que tomamos cuando, como ahora, se presentan situaciones en las que, de improviso, se presenta el fautor que se requería para precipitar todas las transformaciones que estaban ya listas para ocurrir.

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