Future historians —if there are any future historians,
that is, if civilization doesn't collapse—
will be astonished that we let the planet burn
for the sake of an industry that employs
less than 3% of workers even in West Virginia.
Paul Krugman —tweet del 16/X/2021—
Lector, lectora, si tú te hallas entre quienes suelen darse tiempo y modo para caer una que otra semana víctimas de este acoso textual, te consta que aquí lo he mentado con todas sus palabras: estamos viviendo un fin del mundo. Las señales abundan.
He reportado que huele intensamente a postrimerías, que se escuchan duro alertas de fin… ¡Caray, y tan contentos que hasta hace poco estábamos todos corriendo inconscientemente a la hecatombe! ¡Tan entretenidos que nos manteníamos creciendo sostenidamente! ¡Ah, tan productivos y alineados que andábamos, tan emprendedores! ¡Tan bien visto que era aquello de criticar a los que nomás no querían salirse de su zona de confort!
He alegado aquí que ahora el mundo que se acerca a su fin sí es mundial —o global, como ahora se dice—, condición que nunca antes había realmente tenido: los contemporáneos somos muchísimos, no sólo porque hemos alcanzado un contingente colosal e inédito —ya más de 7,900 millones de sapiens—, también porque nunca antes tanta gente se había encontrado efectivamente interrelacionada; jamás tantas personas de aquí podían enterarse o incluso verse afectadas por los avatares y los quehaceres de las mujeres y hombres de allá, todos hilvanados en el mismo hogaño. Se acaba nuestra época, “más que los demás tiempos e inferior a sí misma”, para usar la expresión de Ortega y Gasset. Una era “fortísima y a la vez insegura de su destino. Orgullosa de sus fuerzas y a la vez temiéndolas”.
Para aquilatar la extensión, profundidad e impacto de la invasividad de nuestra especie, he recomendado aquí el magnífico libro de Gaia Vince, Transcendence. How humans evolved through fire, language, beauty and time: “Mira a tu alrededor: somos los diseñadores inteligentes de todo lo que ves. No hay ninguna parte de la Tierra que no haya sido tocada por nosotros…”
He recomendado también que lean con urgencia The End of the Megamachine. A Brief History of a Failing Civilization, de Fabian Scheidler, en el cual este avispado alemán alerta que el acabóse de nuestra civilización comenzó desde hace rato. ¿Por qué? Porque el sistema es suicida y se está saliendo con la suya: “Parece que el único objetivo restante de la Megamáquina global es incinerar la Tierra para una pequeña camarilla de los absurdamente súper ricos y agregar filas interminables de ceros a sus cuentas bancarias.”
Sí, ni modo: desde los primeros albores del siglo XXI el trance agónico por el que transitamos se ha hecho cada vez más y más evidente. En todos los ámbitos del quehacer humano, a lo largo y ancho del orbe entero, proliferan los indicios de que estamos viviendo el remate de nuestra era histórica. Esto se acaba. La Modernidad, la era del capitalismo, de los estados nacionales, la revolución científica y el ideal de progreso, de la dominación racional-instrumental de la Naturaleza y del cálculo de la utilidad… Quien quiso ver el fin de la historia en el mundo moderno, la actualidad como la meta feliz, tiene que aceptar que el futuro inmediato, más que una pradera tranquila y sin accidentes, es como un camino incierto al borde de un abismo y lo más seguro es que quién sabe.
Así que en medio de este tinglado resulta inapreciable hallarse con luces para atisbar no el futuro sino el presente en el que nos tocó en suerte convivir. Eso encontré en el más reciente Informe de desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), subtitulado La próxima frontera. El desarrollo humano y el Antropoceno. Sin circunloquio alguno, el organismo de la ONU parte de la aceptación de que hoy “el riesgo dominante para nuestra supervivencia somos nosotros mismos”. En efecto, desde hace decenas de miles de años no son las fieras ni los riesgos de la intemperie, tampoco son ahora las bacterias ni los virus ni los meteoritos ni los alienígenas… Incluso durante la antropopausa que ha sido la pandemia, lo más peligroso para cualquier humano somos tú y yo y todos sus congéneres. El espléndido texto introductorio del documento —que firma Achim Steiner, administrador del PNUD—, de entrada, diagnostica tajantemente: “Cambio climático, desigualdades flagrantes, cifras nunca vistas de personas que se ven obligadas a abandonar sus hogares por conflictos y crisis… Estos son los resultados de unas sociedades que valoran lo que miden en lugar de medir lo que valoran.” Sistemáticamente nos estamos poniendo el pie, sistemáticamente estamos escupiendo al cielo. El funcionario de Naciones Unidas deja dicho en pocas palabras la responsabilidad que nos tocó: “No somos la última generación del Antropoceno; somos la primera en reconocerlo.” Es decir, nosotros, los contemporáneos, nos quedamos sin la coartada de la ignoracia: estamos por dizmarnos solitos. Llevamos siglos empeñados en hacer de nuestro único hogar, la Tierra, una hoguera.
Además del diagnóstico, el Informe de desarrollo humano 2020 propone el remedio: “Para sobrevivir y prosperar en esta nueva era, debemos trazar una nueva senda del progreso que respete los destinos entrelazados de las personas y el planeta, y reconozca que la huella material y de carbono de quienes más tienen está socavando las oportunidades de las personas que menos tienen.” Dicho en corto, o cambiamos el sistema que prioriza el lucro en favor de una microminoría —eso que el neoliberalismo llama “crecimiento económico”— o nos lleva el diablo.
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