Tú y yo y también los demás presentes: ellos y ellas, todos, los vivos y las vivas, el titipuchal de homínidos que participamos de este mismo ahora. Los simultáneos. Las actuales. Los hodiernos. Nosotros, la gente de hoy mismo, los vigentes… Quienes transcurrimos por el mismo tramo del tiempo compartimos un montón de circunstancias, algunas concretas y algunas abstractas. Por descontado, esta situación no es nueva; la novedad está en la universalidad de la sincronía. Como jamás antes había sucedido a lo largo de la existencia de la humanidad, la mayoría de las mujeres y de los hombres estamos engarzados a un mismo hoy. Los contemporáneos somos muchísimos, no sólo porque hemos alcanzado un contingente colosal e inédito—más de 7,843 millones de sapiens—, también porque nunca antes tan mayúscula proporción de la especie se había encontrado interrelacionada; jamás tanta gente de aquí podía enterarse o incluso verse afectada por los avatares y los quehaceres de las personas de allá, todos hilvanados en el mismo hogaño. Si bien la revolución digital y la homogeneización cultural ya nos tenían a casi todos habitando el mismo mundo, desde hace un año una pandemia, un evento global por antonomasia, prevista y sorpresiva, nos sincronizó aún más y aun a muchas y muchos más. Por ello, actualmente es ahora, además de un adverbio de tiempo, un condicionante histórico que empareja ecuménicamente, que rasa mentalidades en todo el orbe.
No pensemos en la población mundial que puntual y en bola confluye en el mismo momento histórico, ahorita. Tampoco en toda la aldea global interconectada. De entre los que hoy por hoy plagamos el planeta, pensemos solamente en los que conforman la masa crítica o medianamente crítica o por lo menos consciente. Ellos, ellas, usted y yo, ¿cómo percibimos nuestra propia época? En cierta forma me refiero al genius seculi, al dichoso espíritu de la época, el Zeitgeist, pero más precisamente a lo que José Ortega y Gasset conceptualizó como “la altura de los tiempos”.
Según el filósofo español, cada época se percibe a sí misma con una determinada altimetría respecto a las otras, las pretéritas y a las futuras, más alta o más baja. Nosotros seguimos deslumbrados por la engreída ideología del Siglo de las Luces, y por eso solemos creer que siempre se ha apreciado el pasado como inferior al presente. Es una noción obtusa. “Ni todas las edades se han sentido inferiores a alguna del pasado, ni todas se han creído superiores a cuantas fueron y recuerdan”, explica el madrileño (La rebelión de las masas, 1929). Vale entonces la pregunta: ¿cómo percibimos nuestra propia época? ¿Cómo nos sentimos respecto al pasado y frente al porvenir?
Quizá su primera respuesta, hipotético lector, sea que no existe una percepción generalizada, que, a diferencia de todo lo demás, tanto la amargura y la nostalgia, como el optimismo y el pesimismo sí están bien repartidos en el mundo. Ciertamente, no es difícil encontrar posturas extremas. Por ejemplo, en 2018, se publicó un libro del sueco Hans Rosling (1948-2017) que pronto se convertiría en un best seller internacional, Factfulness (Sceptre), un vocablo intraducible al español, pero cuyo subtítulo explicita el empeño del autor: Diez razones por las que estamos equivocados sobre el mundo y por qué las cosas están mejor de lo que se piensa. Al igual que hace Steven Pinker (Montreal, 1954) en Enlightenment Now (2018), el planteamiento es simple y se presenta como contundente: las cosas están de maravilla y nos tocó vivir una época extraordinariamente buena, la mejor de todas, de tal forma que quienes no lo perciben así sencillamente están equivocados. En el extremo opuesto están las perspectivas, más que pesimistas, apocalípticas. El sociólogo alemán Wolfgang Streeck (1946) —director emérito del Instituto Max Planck para el estudio de las sociedades— sostiene en su libro How Will Capitalism End? (Verso Books, 2016) que el mundo está desbarrancándose en un interregno, un período de discontinuidad en el orden social, conforme el capitalismo se derrumba sobre sí mismo. En su ensayo The demise of the nation state (2018), Rana Dasgupta (Canterbury, 1971) argumenta que el acabóse no sólo es un asunto de dólares y algoritmos, sino también sociopolítica: la debacle del Estado Nación “no es un evento meramente ‘económico’ o ‘tecnológico’. Es un trastorno de la época, que deja a la población destrozada y sin recursos”. Más drástica, la tesis central de The End of the Megamachine (Zero, 2020) del alemán Fabian Scheidler (1968) es que este modelo civilizatorio ya dio de sí, y que, en efecto, vivimos su colapso.
¿Entonces? ¿Cómo percibimos nuestra propia época? La mejor respuesta que he encontrado la ofrece, sin querer, el mismo Ortega y Gasset. Me explico… Comentaba aquí la semana pasada que Noam Chomsky (Filadelfia, 1928) establece un paralelismo entre la actualidad y los años posteriores a la Gran Depresión y previos al estallido de la II Guerra Mundial, es decir, justo cuando don José publicó La rebelión de las masas. El tino de Chomsky al señalar la semejanza entre aquellos años y los nuestros se evidencia en la descripción que Ortega y Gasset hace de la autopercepción de aquel tiempo: “No es fácil de formular la impresión que de sí misma tiene nuestra época: cree ser más que las demás, y a la par se siente como un comienzo, sin estar segura de no ser una agonía. ¿Qué expresión elegiríamos? Tal vez ésta: más que los demás tiempos e inferior a sí misma. Fortísima y a la vez insegura de su destino. Orgullosa de sus fuerzas y a la vez temiéndolas.” No podría enunciar mejor nuestro presente.
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