A Manolo del Castillo Negrete Serredi,
por el pitazo.
En 1987 yo tenía un carrazo: un Barracuda 1968, rojo, impecable y ronroneante. Eso sí, casi nunca tenía dinero para ponerle las ciclópeas cantidades de gasolina que consumía el desgraciado. Así que me movía más en metro y trolebús, a pie y en bicicleta. Mis trayectos normalmente iban y venían entre la entrañable colonia Justo Sierra —localizada a unas cuadras del límite entre las delegaciones Benito Juárez e Iztapalapa, flanqueada al norte por los campos deportivos de Tetepilco, al este por la Sinatel, al sur por la Prados Churubusco y al oeste por la Banjidal—, el centro de Coyoacán —por nada me permitía faltar al taller de cuento que Rafa Ramírez Heredia, implacable y generoso, impartía semana a semana en la casa de la cultura Jesús Reyes Heroles, en la plaza de La Conchita—, la Cineteca Nacional, CU —para entonces la FCPyS ya no se hallaba en las peceras, entre Economía y Odontología, sino en sus nuevas instalaciones, más cerca del metro Universidad que de la estación Copilco— y Culhuacán, muy cerca del metro Tasqueña.
En febrero renuncié al Poli, dejé de ser profesor de redacción en la vocacional 5, Culhuacán. Desde marzo mi lugar de trabajo pasó a la colonia Nápoles: Insurgentes Sur 795, justo en la equina con Georgia, en un edificio que ahora ocupa la Procuraduría Fiscal de la Federación. Ahí, frente a un negocio —me parece que en aquellos ayeres no se les decían antros— de infaustas memorias que atinadamente se llamaba Los Infiernos, se encontraban las oficinas principales del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI).
Entré a trabajar al INEGI gracias a la combinación de un montón de factores, entre los cuales debe destacarse una cena en la que se sirvieron enchiladas potosinas, y a la cual no fui invitado. Tampoco lo fue mi amigo Manuel del Castillo Negrete Serredi, pero a inicios del 87 él transitaba por un tórrido noviazgo con una fémina, llamémosla Ailil, muy amiga de una hermana de quien ofrecía aquel convite, la socióloga Alma Rosa Jiménez. Así que la fortuna metió mano para que aquella noche Manolo conversara un rato con la anfitriona. Ella supo que él estaba cursando los últimos semestres de la licenciatura y que pronto podrían darse trato de colegas. Alma Rosa le dijo que el INEGI estaba contratando sociólogos para embarnecer el equipo que se encontraba planeando el próximo censo de población. Manolo y yo disfrutábamos juntos el Seminario de Sociología de la Cultura que, agudo a rabiar, impartía Julián Meza —tres días a la semana, comenzaba a las seis de la tarde y podía terminar decentemente a las diez de la noche en un aula de la facultad o a gritos en la madrugada del día siguiente en el departamento de las Águilas del académico y escritor o en alguna cantina—. Una tarde Manolo me pasó el pitazo. La noticia resultó para mí un shock: ¿¡alguien en este país contrataba sociólogos!? Él ha de haber entrado en febrero.
El proceso de selección no fue fácil. Recuerdo que todo aquel viacrucis era organizado meticulosamente por Luis Reza Maqueo, y comprendía un arduo examen de conocimientos e intrincadas pruebas psicológicas… Resultó que sabía al menos lo suficiente y que no estaba tan deschavetado como para que no me contrataran. Me ofrecieron un nivel 14, Analista, y rechacé la oferta. Ya me iba cuando me dijeron que la coordinadora quería hablar conmigo. Ese día conocí a la socióloga Paz López Barajas, la jefa más inteligente que he tenido. Por supuesto, no había pedido que subiera a su oficina para tratar de convencerme, sino para amonestarme: ¿cómo era posible que fuera tan inconsciente para no aceptar una oportunidad de trabajo en la benemérita Dirección General de Estadística, si ni siquiera había terminado la carrera? Mi respuesta no fue muy elaborada, pero sí rotunda:
— Pues es que gano más ahorita.
— ¿Dando una o dos clases en una prepa?
— No, bueno, es que también hago corrección de estilo.
Ahí, creo, sin darme cuenta, se decidió mi futuro profesional. Paz me dio un oficio y unas cuantas páginas mecanografiadas de un documento: — A ver, corrígelo.
Terminado el encargo, me ofreció un nivel 18, Técnico Especializado, y comencé a laborar en el INEGI en marzo de 1987.
Entonces Miguel de la Madrid despachaba en Los Pinos, Salinas de Gortari era el secretario de Programación y Presupuesto —sería destapado siete meses después como candidato del PRI a la Presidencia de la República—, Rogelio Montemayor presidía el INEGI y Humberto Molina Medina era el director General de Estadística —un mes antes había reemplazado en el cargo a Edmundo Berumen Torres—. El XI Censo de Población y Vivienda habría de levantarse justo tres años después y su planeación se realizaba en el cuarto piso de Insurgentes 795. Me tocó pasar por todos los exámenes y pruebas en un grupo en el que también estaba mi amigo Helio Pareja —hoy, experimentado Coordinador Estatal del Instituto en Querétaro—; él se incorporó al departamento de Capacitación, encabezado por Carolina Lugo, y yo al de Operaciones de Campo, a cargo de Alma Rosa Jiménez. Atilia Ramírez estaba al frente del departamento de Comunicación, en el que trabajaban Elizabeth Cabanillas y Elizabeth Pontones. Eduardo Ríos era el jefe de departamento de Tratamiento de la Información y Marcela Eternod comandaba al equipo pesado de Diseño Conceptual —Elizabeth Gutiérrez, Eunice Bañuelos y Luis Rubén Rodríguez, el Chocho—. Han pasado prácticamente 36 años de aquello y describir cómo trabajábamos entonces es casi un esfuerzo arqueológico. Queda para la próxima semana…
* INEGI: casi 40 años (VII)
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