Si las únicas oportunidades de las que ha podido disponer para espiar bajo las faldas de la historia patria han sido los libros de texto gratuito, seguramente usted es uno de los afortunados que todavía creen vivir en un país con una sólida tradición milenaria. O bien, si siente que hasta el rincón más remoto de su nacionalismo se crispa de orgullo cuando escucha a un mariachi echarse La negra, y además sería capaz de batirse en duelo con el intelectual más bragado para defender la tesis de que los charros cantores forman parte de nuestras raíces inmemoriales; entonces muy probablemente le dolería mucho el mismo rincón más remoto de su nacionalismo si alguien le revelara que el mariachi es un invento bastante reciente y para colmo del cine. Una más y ahí le paro: si le queda la certeza de que, luego de un análisis teórico-conceptual riguroso en materia de historia nacional, todos los protagonistas —porque nadie más existe— se dividen en dos grandes categorías, los buenos y los malos, y que por tanto Juárez no tenía alas nomás por pura modestia republicana y a Santa Anna no se le veían los cuernos nomás porque sabía escondérselos, es posible que usted no sea el mejor lector de la novela a la que me referiré: El seductor de la patria, de Enrique Serna (Ciudad de México, 1959).
Aunque prestado, el libro porta un título excelente. La fórmula para mentar a Antonio López de Santa Anna como El seductor de la patria fue facturada por el historiador Enrique Krauze (Siglo de caudillos), y no sólo le da nombre a la novela de Serna, también expresa una idea que se desarrolla a lo largo de toda la trama.
Epistolar, la novela de Serna le da voz a quien, junto con Victoriano Huerta y Carlos Salinas, se disputa el título de El Villano Favorito de la Historia Nacional: Antonio López de Santa Anna, el primero de una larga lista de vendepatrias consumados (“¿Vender yo la mitad de México? ¡Por Dios! Cuándo aprenderán los mexicanitos que si este barco se hundió no fue sólo por los errores del timonel sino por la desidia y la torpeza de los remeros”).
Santa Anna nació en Jalapa, Veracruz en 1794 —o sea que llegó al mundo dicharachero y novohispano—, y no paró de darle vuelo a la hilacha sino hasta 1876, cuando una diarrea crónica terminó por secarlo por completo… 82 años durante los cuales le dio tiempo de pelear en contra de los insurgentes y a favor de los insurgentes, de defender a cañonazos el Imperio de Iturbide y de levantarse en armas en contra de él; de aplacar a federalistas y también a centralistas; de apoyar a Maximiliano de Habsburgo y luego conspirar en su contra; veleta dirán algunos, sí, pero congruente porque hasta tuvo el detalle de propinarse él solito un golpe de Estado. Larga vida la del cojo de Manga de Clavo, suficiente para agenciarse el título de Héroe Nacional, los cargos de Presidente de la República —federalista, centralista y hasta provisional—, dictador y Salvador de la Patria, Alteza Serenísima y desterrado. Personaje imantado al poder y teórico riguroso de la sapiencia dirigida a conservarlo: “Los tiranos creen que el poder se conserva a punto de bayoneta. En México no es así: basta con repartir a la masa un puñado de cohetes y unos barriles de pulque”. Y tanta historia, qué esperaban, no fue de gratis, si al pobre le costó una pierna —sepultada, eso sí, con todos los honores— y al país Texas, la Alta California y Nuevo México.
Apuesto que Enrique Serna no es el biógrafo que Santa Anna hubiera querido tener para ser comprendido, pero quizá sí el que mejor lo ha hecho. Desde la literatura, atrapando verdades simbólicas quizá mucho más ciertas y con toda seguridad más profundas que las certezas históricas, Serna consigue escapar de la tentación de crucificar de nuevo al culpable de que Disneylandia no esté ahora en territorio nacional para, a la vuelta de más de 500 páginas, evidenciar que, después de todo, agazapado tras el mito no había otra cosa más que un ser humano, aunque eso sí, que ni qué, cínico y megalómano como pocos…
“Triste destino el de nuestros próceres: Iturbide y Guerrero sellaron la Independencia con el abrazo de Acatempan, y el país los recompensó con el paredón. Yo he sido despojado de mis bienes y deshonrado públicamente. Quizá el escudo nacional debería modificarse para colocar un buitre en lugar del águila”. El seductor de la patria: novela histórica, escaparate de buena parte del siglo XIX mexicano, de aquellos no tan distantes años durante los cuales este país era apenas el alucine de unos cuantos.
Descaradamente, reiteradamente, Santa Anna le tomó el pelo a la gente, y con todo, lograba retornar al poder. ¿Increíble? Al año siguiente de la publicación de El seductor de la patria el PRI perdería la Presidencia de la República; doce años después…, etcétera.
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