La confianza —“esperanza firme o seguridad
que se tiene en que una persona va a actuar o una cosa va a funcionar como se
desea”, según la RAE— es un prejuicio —argüía yo aquí la semana pasada—, un
prejuicio indispensable para el funcionamiento de cualquier sociedad.
Necesariamente así ha sido desde las primeras comunidades humanas, las hordas
primitivas —Yo asumo que si cazamos juntos habremos de compartir la presa, tú te
fías de que puedes quedarte en la cueva con el resto de nosotros y que no te
asesinaremos mientras duermes…—, aunque los requerimientos de confianza han ido
aumentando y complicándose conforme hemos hecho más y más complejas nuestras
organizaciones sociopolíticas. La intrincada red de relaciones de confianza que
a final de cuentas y de cuentos resulta ser una sociedad moderna liberal tiene
sus cuerdas axiales, las que le confieren su fuerza vital de tensión, no en relatos
comprobables en testimonios fehacientes, sino en determinadas ficciones, esto
es, en narrativas tramadas mediante la imaginación. Por ejemplo, un mito
fundacional para ser funcional tiene que ser verosímil no veraz. El Pipila no tuvo que existir para
simbolizar la importancia del patriotismo de los parias. En nuestro mundo
contemporáneo, las cosas marchan igual. Traigamos a colación dos de sus tres narrativas
fundamentales: el Estado nación y el dinero. En cuanto al primero, basta
recordar las enseñanzas del profesor Benedict
Anderson (1936-2015), quien hace más de tres décadas aportó la definición
ya clásica de nación: “una comunidad política imaginada como inherentemente
limitada y soberana” —“imaginada porque
aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de
sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la
mente de cada uno vive la imagen de su comunión”— (Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y difusión del
nacionalismo). En cuanto al dinero —“un medio universal de intercambio que
permite a la gente convertir casi todo en casi cualquier cosa”—, basta enunciar
enseguida una obviedad: ninguna moneda, ningún
billete es una realidad material: “Los cauris y los dólares sólo tienen
valor en nuestra imaginación común. Su valor no es intrínseco de la estructura
química de las conchas y el papel, ni de su color, ni de su forma. En otras
palabras, el dinero… es un constructo psicológico” (Yuval Noah Harari, De animales a dioses). En ambos
casos —la abstracción República Popular China o Estados Unidos de Norteamérica
y la abstracción yuanes o dólares—, todo depende de que la gente esté dispuesta
a confiar en las invenciones de la imaginación colectiva.
Prácticamente todas las grandes narrativas en las que descansan los acuerdos fundamentales de la sociedad moderna occidental fueron tramadas a mediados del siglo XVII, “cuando los científicos y comerciantes establecieron por primera vez técnicas para registrar y compartir datos y cifras”, explica William Davies en su ensayo Why we stopped trusting elites. Tales conjuntos de procedimientos y protocolos “pronto fueron adoptados por los gobiernos, con el propósito de recaudar impuestos y de ordenar las rudimentarias finanzas públicas. Pero desde el principio, se tuvieron que establecer estrictos códigos de conducta para garantizar que los funcionarios y los expertos no quisieran obtener ganancias personales o gloria (por ejemplo, exagerando sus descubrimientos científicos) y estuvieran sujetos a estrictas normas de honestidad”. De ahí surgió buena parte del entramado de narrativas que da soporte a la cosa pública moderna, el cual sólo puede mantenerse en pie si la mayoría de los ciudadanos está dispuesta a creer y tener confianza en aquellas.
A principios de 2016 me emaileaba con el Maestro del Pueblito, y hablábamos sobre la urgente necesidad que tenía entonces nuestro país no de un diagnóstico sino de un pronóstico en el cual confiar. Prognosis es conocimiento anticipado y por ello mismo está tan cercano al sueño. “México: la pesadilla cotidiana de la falta de sueños —escribía hace dos años—. Percibo que por todos lados cunde la resignación: aquí nos tocó vivir, así somos, ya ni modo, todos son iguales, es cultural, es estructural, así siempre han sido las cosas en México, esto, la corrupción y el desorden, viene de muy atrás… Un amigo me dijo hace poco que le recomendó a su hijo, quien tiene un año trabajando en Puerto Rico, que mejor trate de echar raíces por allá: Ellos que todavía pueden, porque uno ya no tiene alas para volar. Es decir, el país como una cárcel, como una jaula de la que no todos pueden escaparse”. Y apostaba entonces: “Hay que soñar de nuevo, pero, para hacerlo, me late que primero hay que enfrentar hartos monstruos. Creo que nomás no se va a poder tramar nuevos sueños si no pagamos antes varias deudas. Tenemos que echar por la borda a mucho hijo de la chingada, quemar en leña verde una caterva de brujas, espantar un montón de parvadas de zopilotes que desde hace rato nos sobrevuelan… Tenemos varias hostilidades postergadas, y no solamente con el presente, también con el pasado: nos urge olvidar un montón de tarugadas y echar al descrédito costales de historias que no nos ayudan. La otra no es alternativa, es fatalidad: la aniquilación..., destino que en dado caso y para acabarla de amolar todavía está muy lejos”.
De entonces, marzo de 2016, para acá el panorama y sobre todo las perspectivas han cambiado mucho…, afortunadamente. La semana pasada leí una encuesta de El Financiero, según la cual el 79% de la gente cree que en general a López Obrador como presidente le va a ir bien en 2019. Esa confianza, ese prejuicio, es algo que hoy celebro.
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