La noche se desploma sobre otra época.
José Emilio Pacheco, Santa María.
Años antes del Brexit,
años atrás del sorpresivo ascenso al poder del orangután
megalómano y mucho antes de la aparición en China del microscópico
bicho que vendría a bajarnos la
ínfulas de grandeza a los sapiens, desde los primeros albores del siglo XXI el
trance agónico por el que transitamos se ha hecho cada vez más y más evidente. En
todos los ámbitos del quehacer humano, a lo largo y ancho del orbe entero, proliferan
los indicios de que estamos viviendo el remate de nuestra era histórica. Esto
se acaba.
¿Y qué era es esa? La
era del mundo moderno, el mundo “nacido con la Revolución francesa, decían los
franceses, con la Reforma, decían los alemanes, con el Renacimiento, decían los
italianos, con la Revolución industrial y el Imperio británico, decían los
ingleses, con la Independencia de los Estados Unidos, corregían los
estadounidenses, con el principio de la era Meiji, insistían los japoneses”. La
Modernidad, la era del capitalismo, de los estados
nacionales, la revolución científica y el ideal de progreso, de la
dominación racional-instrumental de la Naturaleza y del cálculo de la
utilidad, de la conquista
del Otro por parte de Europa, la era de los derechos humanos y la democracia… Incluso
quien quiso ver el fin de la historia
en el mundo moderno tiene ya que aceptar que el futuro inmediato, más que una
pradera tranquila y sin accidentes, se vislumbra como un camino incierto al borde de un
abismo.
El sociólogo Alain
Touraine (1925) perfila nuestra era con una caracterización mucho más
abstracta: “Desde que nos sentimos bastante fuertes para representarnos a
nosotros mismos ya no como criaturas de un dios, sino como sus creadores, nos
hemos dejado llevar por la idea según la cual teníamos que desdibujarnos
nosotros mismos e identificarnos con nuestras obras, nuestras máquinas,
nuestras decisiones políticas y, sobre todo, nuestros conocimientos”. La fe
ciega en el bigdata, la inteligencia
artificial y en general en el poder de los datos y los algoritmos ilustra muy
bien tal noción.
En
2013, Touraine publicó La Fin des
sociétés —desde 2016 el FCE editó en México la traducción a nuestro
idioma—, obra en la que define la situación actual, la que usted y yo vivimos,
como “postsocial y posthistórica”. De acuerdo al pensador normando, la
cuestión que tiene en franco estado moribundo a nuestra era es la “ruptura
entre el capitalismo financiero y la economía industrial”, hecho que motivó
directamente la crisis financiera de 2008 —de la cual, por cierto, posiblemente
jamás ha terminado de recuperarse el sistema—. Por lo demás, no se trata de un
evento novedoso, puesto que una ruptura igual ya había acarreado la debacle de
la crisis mundial de 1929. Claro, el asunto no se reduce a un desperfecto del
sistema económico, sino que incide en el arreglo social en su conjunto y
produce “la pérdida de contenido de las instituciones sociales, trátese de la democracia,
de la ciudad, de la escuela, de la familia o de los sistemas de control social…”
Las fuerzas económicas, cada vez más concentradas, disponen y mueven los
recursos sin control institucional alguno, ni cultural ni político, y esto “desemboca
en la destrucción de las instituciones sociales y en la separación de los
recursos, por un lado, y los valores culturales por el otro”. Tal fenómeno no
sólo queda en la incapacidad de controlar la dinámica económica por parte de
los agentes culturales y políticos, sino que llega a su total sometimiento. En
este orden de ideas, paradigmática resulta la postura de varios mandatarios
frente al brote y propagación pandémica del coronavirus SARS-CoV-2; tal es el
caso del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, y del presidente norteamericano
y su rush to reopen. Particularmente
significativo fue el pronunciamiento del vicegobernador de Texas, Dan Patrick,
quien a finales del mes de marzo pasado declaró que era urgente levantar todas
las restricciones sanitarias impuestas para frenar el avance de la epidemia de
COVID-19, sin importar las consecuencias en términos de vidas humanas, con tal
de reactivar la economía. ¿Y los diabéticos, las mujeres embarazadas, los adultos
mayores? “Los que tenemos 70 años o más —dijo—, nos cuidaremos nosotros mismos.
Pero no sacrifiquemos al país”. Es decir, el político aseguró estar dispuesto a
morir para reactivar la apurada economía texana —por cierto, según estimaciones
de Forbes, Texas tiene un PIB mayor que el de Rusia—.
Touraine no duda en
llamar el fin de las sociedades a la condición
que ha generado dicha ruptura. Ante tal circunstancia, se vuelve pertinente una
pregunta: “la economía financiera, vuelta salvaje, ¿puede ser nuevamente
controlada y resocializada?” El cuestionamiento cobra especial relevancia ahora
que parece inminente el término del impasse
que ha traído el confinamiento con la que prácticamente todos los países del mundo
han enfrentado la pandemia: deja la comodidad de la teoría y se vuelve
concreta. El sociólogo establece que hay dos posibles respuestas. “La primera,
que parte de la constatación del debilitamiento o la desaparición de las normas
sociales y morales, concluye que, necesariamente, nos guían orientaciones que
son más económicas que sociales, como la búsqueda de nuestro interés…” Es la
contestación que suele ofrecer el pesimista, quien apuesta a que las cosas, sin
cambian, será para empeorar. La segunda respuesta sostiene que “son los valores
culturales los que sustituyen a las normas sociales institucionalizadas. Por lo
general, dichos valores se oponen directa y firmemente a la lógica del poder y
del lucro”. El gobierno de México ha optado por esta segunda respuesta —el
decálogo que sugirió López Obrador la semana pasada así lo muestra—, falta
averiguar qué ruta seguirá la mayor parte de nosotros.