Rumor de
follajes inciertos
Como
ciegos que buscan su camino
Octavio Paz, Ejemplo.
El hallazgo se lo debo a Google
Earth, pero no fue gracias a sus funcionalidades geomáticas sino a la casualidad.
Leyendo el perturbador ensayo Google’s Earth: how the tech giant is helping the state spy on us, de Yasha Levine, me enteré de que el EarthViewer 3D —que terminaría siendo Google Earth— fue inspirado en el globo terráqueo virtual que
describe Neal Stephenson (1959) —quien antes de dedicarse a las letras estudió
Geografía en la Universidad de Boston— en su novela posciberpunk de 1992 Snow Crash:
… un globo del tamaño de una toronja, una representación perfectamente detallada del planeta Tierra… Es un software de CIC llamado, simplemente, Earth. Es la interfaz de usuario que usa CIC para realizar un seguimiento de cada bit de información geoespacial que posee: todos los mapas, datos meteorológicos, planos arquitectónicos e imágenes de vigilancia satelital…
El texto de Yasha Levine —escritor ruso-norteamericano que en 2018 publicó
Surveillance Valley: The Secret Military History of the Internet— conduce a la certeza de que el Panopticon
ideado por Jeremy Bentham (1748-1832) es un juego de párvulos comparado con el sometimiento a la
vigilancia total al que estamos avanzando voluntaria y felizmente mientras googleamos
todo…: There is no escape…, everything
that people do online leaves a trail of data… En fin, tan pronto terminé la
lectura regresé a los primeros párrafos para tomar nota del título de la
novela…, pero resulta ahí había un hipervínculo… Click: el ancla-destino resultó la tercera y última parte de la
lista de las novelas de “ciencia ficción y fantasía” que, según un grupo de
expertos convocado por The Guardian,
“todos debemos leer”; 43 títulos, entre ellos, Snow Crash.
La relación inicia con Fight Club
(1996), del Chuck Palahniuk (1962) —un libro opacado por su adaptación
cinematográfica—, y cierra con la imprescindible y poco conocida novela
distópica soviética Nosotros (1924), de Yevgueni Zamiatin (1884-1937)… Bueno, vamos a ver, me dije,
¿cuántas he leído?
Pues ninguna del top eight; la
novena sí: Gargantúa y Pantagruel —en
realidad cinco novelas—, del galeno renacentista galo François Rabelais
(1494-1553). Tendría que llegar hasta el decimoséptimo escaño para encontrarme
con un librito que cuando lo leí siendo un puberto me pareció hartamente
farragoso y cursi, El principito (1943),
de Antoine de Sainte-Exupéry —de hecho sigo pensando lo mismo, ¡y es el libro
francés más traducido y leído de todos los tiempos!—. Enseguida, aunque me
parece descabellado que la hayan embolsado en la categoría “ciencia ficción y
fantasía”, una obra maestra: Ensayo de la
ceguera (1995), de Saramago (1922-2010). Después de How the Dead Live de Will Self —una novela británica del 2000 que
pienso leer un día de estos—, un viejo conocido, Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley (1797-1851). Tres títulos más y luego, de Robert Louis
Stevenson, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886). Ya entre los últimos, La guerra de los mundos, de H. G. Wells (1866-1946)… Así que, contando la novela de Yevgueni Zamiatin,
¡de estos 43 libros sólo he leído siete! —no estoy considerando narraciones que
todos conocemos, pero que, como muchos, me temo, no he leído, como Drácula (1897) de Bram
Stoker y Ada or Ardor (1969) de Nabokov,
e incluso otros que jamás pienso leer, como Harry
Potter and the Philosopher's Stone (1997) de JK Rowling, The Lord of the Rings (1954) de Tolkien o
The Chronicles of Narnia (1956) de C.
S. Lewis—.
Ya encarrerado, decidí revisar el listado completo. En total 149
novelas, de las cuales únicamente he leído 13 por ciento. Además de las ya
mencionadas, Fahrenheit 451 (1953),
de Ray Bradbury; El barón rampante
(1957), de Calvino; Alice's
Adventures in Wonderland (1865) y Through the Looking-Glass, and What Alice Found There (1871),
de Lewis Carroll; El péndulo de Foucoult (1988), mi novela favorita de Umberto Eco; la clásica del
Nobel William Golding, Lord of the Flies
(1954; Las
partículas elementales (1998), del francés Michel
Houellebecq; Brave New World (1932),
de Aldous Huxley; The Turn of the Screw (1898), de Henry James; El proceso (1923), de Kafka; The Road
(2006), de Cormac McCarthy; Crónica del
pájaro que da cuerda al mundo (1995), de Murakami, y la alucinante y cada
vez más actual Nineteen Eighty-Four
(1949), de George Orwell.
Más allá de mi ignorancia, que como cualquier ignorancia es
inconmensurable, quiero pensar que he leído tan pocos títulos de esta relación
debido a que la ciencia ficción no es un género al que yo sea muy afecto, pero
sobre todo a que se trata de un canon francamente angloparlante, por no decir
británico —56% son obras de súbditos del Reino Unido—. ¡No hay una sola novela
escrita en español! Quizá pueda alegarse que exista poca producción de ciencia
ficción en nuestro idioma, pero en esta categoría los editores de The Guardian consideraron también otros
subgéneros, por ejemplo, las novelas distópicas, de las cuales, sin mucho
esfuerzo me viene a la cabeza un novelón de un autor mexicano que sin dudarlo
consideraría imprescindible: El dedo de
oro, de Guillermo Sheridan (1996) —por cierto, debería reeditarse—. En fin,
el caso es que de los 149 títulos únicamente 14 fueron escritos en un idioma
distinto al inglés: cuatro en fránces, tres en alemán, dos en ruso, dos en
italiano, uno en japonés, uno en polaco y otro en portugués.
Pero,
¡bueno!, me quedo al menos con dos pendientes: de Paul Auster no he leído In the Country of Last Things (1987), y
me da curiosidad la obra de Margaret Atwood, quizá comience con The Blind Assassin (2000).