





Un reducido montón de piedras que se puede encontrar en una pequeña ínsula del Pacífico, a más de 3 mil 600 kilómetros del continente americano. Los ingleses la llaman Easter Island, los españoles Isla de Pascua. Para los nativos, el sitio es Rapa Nui. Hay dos leyendas sobre primer nombre que tuvo esta la isla volcánica. En una el referente es Te pito o Te henua, el ombligo del mundo. Según la otra leyenda, el verdadero nombre de Rapa Nui es Mata-ki Te-rangi, ojos que hablan con el cielo. Hoy solamente queda un enorme Moai con ojos en toda la Isla de Pascua. Lo anterior ejemplifica una constante en varias mitologías: el ombligo del mundo es puerta al inframundo, pero también a los cielos.
O pensemos en Cusco, capital histórica del Perú prehispánico. El topónimo de la ciudad es el quechua Qusqu o Qosqo. La tradición afirma que significa centro, cinturón, ombligo. De nuevo, según la mitología inca, en ella confluían el mundo de abajo (Uku Pacha) con el mundo visible (Kay Pacha) y el mundo superior (Hanan Pacha). No es casualidad entonces que Cusco fue y es llamada el ombligo del mundo.
¿Sabes, lector, quién realizó el primer mapamundi de la historia de Occidente que se conoce? Fue Anaximandro de Mileto (610-546 a.C.). Según este filósofo y cosmógrafo presocrático la Tierra era redonda y el centro del cosmos, y, por supuesto, en su representación cartográfica, en Delfos se encontraba el ombligo del universo.
erusalén también es un ombligo simbólico del mundo, del mundo occidental. El Talmud dice: Como el ombligo está ubicado en el centro del hombre, así Eretz Israel está en el centro del mundo, y Ezequiel (38,12) se refiera a los hebreos como el pueblo que mora en el ombligo de la tierra. El profesor Alan Knight (1946), director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Oxford y autor del obligado The Mexican Revolution (Cambridge, 1986), publico en la revista Nexos un espléndido ensayo: “La identidad nacional mexicana”. En principio, Knight desecha el término carácter nacional —apenas una creencia, una “quimera conceptual”—. Hablar de carácter nacional implica la creencia de que efectivamente existen una serie de formas de ser y actuar heredadas a los habitantes de un país por el puro hecho de serlo: los mexicanos nacemos corruptos y cueteros, todos los canadienses son buena onda y los argentinos son insoportablemente petulantes. Por supuesto, tales yerros conllevan regularmente conjeturas xenófobas y atizan traumas colectivos. El historiador subraya además la peligrosa cercanía del desacierto carácter nacional con la idea de identidad nacional, a la cual también prácticamente la arroja al saco de los conceptos espurios. Y es que, según explica el inglés, hay de dos sopas: por un lado, si uno se refiere a la identidad nacional “como un supuesto concepto explicativo objetivo” de la realidad social, entonces se cae en un desatino, toda vez que “es imposible hallar algún concepto explicativo objetivo bajo la clasificación general”; y por el otro, si con el término etiquetamos la creencia que la gente mantiene a lo largo del tiempo acerca de determinados atributos que se portan nada más por ser mexicano o iraní, entonces se podrá tener una interesante materia de estudio —muchos mexicanos creen que en verdad todos los habitantes de este país somos guadalupanos y tequileros, por ejemplo—, pero no una abstracción adecuada para entender las cosas. Así que de acuerdo a Alan Knight en estricto sentido ni uno ni otro término son válidos: “atribuir un hecho o una tendencia histórica a la ‘identidad nacional’ muchas veces sería tan tonto como atribuirlo al carácter ‘nacional’ (o racial), a fuerzas milagrosas o a los misteriosos caminos de la Providencia”.
Sin embargo, algo se puede salvar de la dichosa idea de identidad nacional. De entrada, el gran punto sobre la i: sea lo que sea, no es un determinante heredado de padres a hijos, no es una cualidad innata, sino algo que siempre está en proceso, “algo que fluye, se construye y se ‘alcanza’”… o se desdibuja, y que en cualquier caso ocurre en el ámbito sociocultural, no en el biológico. Por eso, no pasa de una pantagruélica estupidez decir, por ejemplo, que “la democracia no está en el ADN de la sociedad mexicana”. Por tanto, la nacional es un tipo específico de identidad que convive con otras muchas, como las regionales, las de género, las de clase, en fin. Para hacer operativo el concepto de identidad, Knight abre una posibilidad, enclavando en el concepto tres contenidos: la identidad nacional objetiva y sus rivales; su relación con el lenguaje y con la religión; y su conexión con el tiempo y el lugar. Del primer punto, destaca la ponderación de las identidades locales sobre la nacional: el retrato de los chilangos, los tapatíos o los hidrocálidos, necesariamente resulta más “‘objetivamente’ cierto y útil para fines explicativos” que cualquier representación de los mexicanos en su conjunto.
Queda entonces la identidad a partir de la diferenciación respecto a los demás: los mexicanos son dicharacheros y cotorros, los ingleses son parcos y flemáticos. Sin embargo, ¿quién juzga y desde dónde? Claro, se trata de percepciones subjetivas, de tal suerte que la pregunta perdura abierta: “Las características nacionales objetivas de los mexicanos ¿los diferencian drásticamente de otros?”
En el lenguaje, Knight no encuentra elementos marcadores suficientemente significativos para dar solvencia al concepto de identidad nacional, de hecho tampoco en la religión…, exceptuando claro a la Señora del Tepeyac: “la Virgen de Guadalupe…, acaso el mejor símbolo de la identidad nacional mexicana”. Y más allá…, ¿qué queda exclusivamente mexicano? El planteamiento del profesor Knight es tan incuestionable que a muchos podrá parecerle una perogrullada: un tiempo y un espacio específicos, una historia y un territorio, son los verdaderos marcadores de una identidad nacional.
A la hora de construir el concepto de identidad nacional mexicana, al parecer el estudioso inglés se inclina más por la dimensión espacial que por la temporal. Si bien los sucesos históricos ciertamente mantienen cierta presencia en el imaginario colectivo, y “constituyen en verdad marcadores importantes” de identidad, “resulta más fácil medir el ‘molde’ de la geografía que el de la ‘historia’”. Más incluso, si bien resulta indiscutible que el devenir a través del tiempo de una Nación marca necesariamente su identidad, debe recordarse que “la geografía tiende a generar estructuras históricas duraderas”. Por supuesto, el planteamiento del autor no cae en la tozudez del determinismo geográfico; de hecho, explícitamente apunta que “no queda claro si la geografía genera una clara identidad nacional”. Ciertamente, mientras que puede haber diversas versiones sobre cómo ocurrió y qué trascendencia tuvo determinado acontecimiento histórico, la existencia de las formaciones montañosas que atraviesan al país, por ejemplo, es contundentemente irrebatible… De nuevo: hay que aterrizar, territorializar.
