Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

jueves, 25 de febrero de 2010

Algo pasa

En lo que va de 2010, el clima de la centenaria Ciudad de México se ha comportado con la estabilidad de una puberta ociosa. Ya perdí la cuenta, pero a la fecha varios microinviernos la han azotado con una crudeza francamente innecesaria. Y luego, muy enchamarrados o con el suéter de Chinconcuac a cuestas, bufandas y guantes, de pronto nos salieron al paso días espléndidos, bañados de luz, acurrucados por un sol poderoso y tierno….; en realidad, pura ilusión pasajera, islotes de falsas primaveras que al menos un par de ocasiones fueron sustituidos de sopetón por ensayos generales de diluvio: grandes porciones de la Zona Metropolitana del Valle de México amanecieron inundadas, y no precisamente de agua de lluvia. Decenas de miles de familias se mantuvieron con el Cristo en la boca mientras el aguacero bailó con sus millones de extremidades por todos los rincones de la capital del país…, árboles derribados por el viento, apagones, ejes viales vueltos acueductos, colonias enteras con el agua al cuello… Y de repente, alguien cerró los grifos y, ensopados, despertamos a una nueva edición de la región más transparente del aire, efímera, pero no por ello menos maravillosa: como para recordarnos que ahí siguen, que nunca se han ido, el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl se dejaron ver con toda su nevada grandeza. Un parpadeo de cielos azules. Nada perenne. En ésas andábamos cuando incluso un temblor de casi seis grados en la escala de Richter tomó por sorpresa a la ciudad, y casi nadie tuvo la delicadeza de darse por aludido. ¿Lo sentiste? No. Tampoco. ¡Qué raro! Ni tanto, es que en esos días la gente traía el miedo atento a las nubes… No es de extrañar entonces que, en medio de tanto acontecimiento atípico, hace unos días una de las personas más perceptivas que conozco, don Cata, bolero de oficio, me cuestionara:

− Oiga, como que todo anda presagiando catástrofes, ¿no?

− Bueno, al menos no hemos visto luces inexplicables surcar el firmamento...


− Como vieron los mexicas, ¿no?


Don Cata, claro, se refería a los vencidos..., y ello amerita un paréntesis.


(A finales de junio del año pasado celebramos el quincuagésimo aniversario de la publicación de una obra que, si de entendernos se trata, resulta imprescindible: Visión de los vencidos, Relaciones indígenas de la Conquista. Durante el evento conmemorativo, que tuvo lugar en el auditorio Jaime Torres Bodet del Museo Nacional de Antropología, el doctor Miguel León Portilla (1926), quien concibió y armó el libro, fue galardonado con El Caballero Águila, la máxima distinción que otorga el INAH a los catedráticos que han hecho grandes contribuciones al conocimiento de la historia nacional. Desde su primera edición, en 1959, este pequeño y portentoso libro ha sido reeditado veintinueve ocasiones en nuestro país (Biblioteca del estudiante de la UNAM), y traducido a una veintena de idiomas. Sin contar los tirajes que se han realizado fuera de México –en Cuba y España, por ejemplo−, cientos de miles de ejemplares de la Visión de los vencidos circulan y seguramente sus páginas son de las más fotocopiadas por los estudiantes. El primer capítulo del libro refiere “una serie de prodigios y presagios funestos que afirmaron ver los mexicas y de manera especial Motecuhzoma, desde unos diez años antes de la llegada de los españoles”. Para ello, León Portilla echó mano de las traducciones que el padre Ángel María Garibay (1892-1967) realizó del libro XII del Códice Florentino, así como de algunos fragmentos de la Historia de Tlaxcala de Diego Muñoz Camargo. El primer presagio señala que “diez años antes de venir los españoles primeramente se mostró un funesto presagio en el cielo. Una como espiga de fuego, una como llama de fuego, una como aurora: se mostraba como si estuviera goteando, como si estuviera punzando en el cielo... cuando se mostraba había alboroto general: se daban palmadas en los labios las gentes; había un gran azoro; hacían interminables comentarios.)


Aquella mañana tuve razón, pero, como siempre, uno termina perdiéndola: la siguiente semana me recibió don Cata con la prueba: el recorte de periódico contenía una nota fechada el 11 de febrero en Pachuca, Hidalgo: “Una luz acompañada de un estruendo, que cimbró casas y edificios de unos cinco municipios de Puebla e Hidalgo...”, causó pánico entre la población y la movilización del ejército. Al día siguiente, nadie sabía con certeza qué había sucedido.


− Ahora en el radio están diciendo que fueron de los restos de un satélite. ¡Babadas de perico!


− ¿Un satélite?


− Sí, dizque el satélite ruso Cosmos 2421. Pero para mucha gente todo fue una cortina de humo.


− ¿Mucha gente?


− Bueno, pa mí.


− ¿Y qué quieren ocultar, don Cata?


− Tanto no sé, oiga, pero son presagios: algo va a pasar.


− O ya está pasando...


− Ándele, oiga: algo pasa.

No hay comentarios: