Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 12 de julio de 2009

El conejo atascado en la chistera

En un libro cuya primera edición data de 1977, Edmundo O’Gorman (1906-1995) asestó una aseveración esplendente, de esas que conviene digerir al menos durante el tiempo que te tardarías en pelar una docena de pistaches para comértelos uno a uno plácidamente: “la gran novedad… que trajo consigo la Independencia [de Iberoamérica] fue exponer al hombre colonial a la intemperie, por así decirlo, de la modernidad”. Aunque no tengas pistaches, reflexiónalo un rato.

Don Edmundo –alumno de José Gaos y por esa vía de Ortega y Gasset y de Heidegger– señala que la identidad que el criollo fue construyéndose para sí mismo a lo largo de tres siglos se fundamentó en el sentido de pertenencia al mundo hispano. Así, por género, el criollo se asumió “tradicionalista, absolutista y católico” y, por tanto, obligado a conducirse con franca “hostilidad hacia el mundo moderno, racionalista, cientificista, técnico, liberal, progresista y reformador de la naturaleza”. En tanto especie de la tradición cultural española, el criollo montó su conciencia de sí en la soberbia, exaltando la superioridad de las circunstancias americanas en todos los órdenes; el anterior, un sentimiento que, claro, jamás requirió de prueba objetiva alguna para desarrollarse. El caso es que a principios del XIX la historia aceleró motores, y la independencia de las colonias iberoamericanas fue circunstancia suficiente para imposibilitar que éstas siguieran aisladas de los vendavales de cambio que, desde Europa, la ideología moderna impulsaba.

En el mismo ensayo (México, el trauma de su historia; UNAM, 1977), O’Gorman explica el broncón que para los criollos trajo consigo la Independencia: la necesidad de definirse respecto a la modernidad, porque sí, “ahí estaba en toda su amenazante realidad como un nuevo, gigantesco e ineludible factum con el cual, para bien o para mal, se tenía que contar y respecto al cual –roto el antiguo y plácido equilibrio– era necesario, a querer o no, afirmar de nuevo su propio ser”. El patriotismo criollo, origen del nacionalismo mexicano, se vio perturbado en sus cimientos: ¿no eran las colonias iberoamericanas herederas de la verdadera civilización, de la tradición auténtica? Siendo así, ¿cómo era posible que el avance de Occidente pareciera seguir otro sendero?

De golpe y porrazo, la independencia dejó al criollo a la intemperie de la modernidad, vulnerable frente al hecho indiscutible de que, le gustara o no, la modernidad estaba ahí y llevaba prisa. Me parece que algo muy similar nos pasó hace muy poco, y doblemente: de entrada, el primero de enero de 1994, y luego el dos de julio de 2000.

El mismo día que, desde un lugar de los altos de Chiapas, el subcomediante Marcos vino a recordarnos que moderno, lo que se dice moderno, el país todavía no es, entramos al TLC y ya ni qué discutir: las lunetas M&M dejaron de ser fayuca y globalización se erigió en realidad cotidiana. Y seis años después, la promesa de la democracia se cumplió, al menos en forma de alternancia: ¡fuera tepocatas! Aldeanos de la globalidad y ciudadanos de lo que Zedillo mentó como la normalidad democrática, llegamos al siglo XXI… ¿Y luego? ¿Abordo estábamos por fin en el tren de la Modernidad? ¿El México que no nos gustaba, el del 68, el del 94, había quedado atrás? ¿Ya nomás era cosa de esperar los réditos? ¿México ya era otro? Hoy queda claro que no…

En el siglo XIX, la independencia no fue el golpe de barita con el que el gran mago de la historia sacó de la chistera colonial al conejo de la modernidad. No. Más bien, apenitas sacaron las orejas del conejo, “sobre todo por la desconfianza que inspiraban en cuanto incompatibles con las creencias religiosas profesadas hasta por los espíritus más progresistas… Fue necesario recurrir a distingos y sutilezas eclécticas que acabaron por purgar a las ideas modernas de su peligrosidad, particularmente en los intereses sociales y políticos”. O sea, nos hacemos modernos pero no todos y no tanto, ¿eh? ¡Sopas! ¿No te suena conocido?

Al día siguiente de la pasada jornada electoral, Agustín Basave escribe: “A partir de ahora dos peleas encarnizadas saldrán de la clandestinidad: la de los que buscan la Presidencia de la República en 2012 y la de quienes intentan sobrevivir a la crisis socioeconómica de México… La disputa por el poder es de minorías y la lucha por el bienestar es de mayorías: una genera violencia política y la otra puede detonar, si no corregimos el rumbo, violencia social.” Durante las décadas posteriores a la Independencia, conservadores y liberales se dieron de sartenazos: aquéllos querían mantener la tradición, pero sin rechazar la prosperidad de la modernidad, éstos querían la prosperidad de la modernidad pero sin dejar la tradición. Ambos querían los beneficios de la modernidad, pero sin la modernidad misma. Ni unos ni otros, pues, querían sacar todo el conejo de la chistera…, y lo consiguieron: ahí sigue, atascado.

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