Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 1 de mayo de 2010

El mensaje en la piedra II

Decíamos pues que el mapa más antiguo que se conoce en Europa se encuentra grabado en una piedra que fue hallada en la cueva de Abauntz (Navarra, España, muy cerca de Pamplona). Se trata de una roca que recibió la fuerza creativa de la mano humana hace más de 13,650 años. Contábamos también que el grupo de arqueólogos españoles que encontró la pieza tardó más de quince años en decodificar el mensaje para al fin entender que aquellas incisiones no forman otra cosa que un mapa. Efectivamente, el grabado representa un paisaje concreto: la vista que se observa desde el interior de la cueva: ríos, la montaña que se localiza justo enfrente (San Gregorio, la llaman hoy), algunos de los animales que habitan la zona... El descubrimiento y las sorprendentes conclusiones apenas se divulgaron el año pasado (P. Utrilla, C. Mazo, M.C. Sopena, M. Martínez-Bea, R. Domingo. “A palaeolithic map from 13,660: engraved stone blocks from the Late Magdalenian in Cave; Navarra, Spain”. Journal of Human Evolution, V. 57, Issue 2, August 2009. pp. 99-111). Doña Pilar Utrilla, una de las investigadoras, comentó hace poco en una entrevista que quizá a los cavernarios que vivían ahí esas piedras les servían para no olvidar dónde estaban los sitios en los cuales, al menos durante algún tiempo, habían encontrado refugio y sustento, de tal suerte que para ellos eran “como un plano del tesoro”.

Afirma Norman Joseph William Thrower (Maps & civilization: cartography in culture and society, University of Chicago Press, 2008) que un mapa “refleja el estado de la actividad cultural, así como la percepción del mundo, en los diferentes períodos” de la historia. Concuerdo: el alcance de la percepción que una sociedad tiene de la dimensión espacial de su existencia queda registrado necesariamente en las representaciones que realiza de su entorno. Para los cazadores paleolíticos que grabaron el mapa de Abauntz no podía existir diferencia alguna entre el mundo concreto y su hábitat inmediato. En cambio, actualmente, más de trece milenios después, nuestro mundo concreto no sólo abarca tramos de la realidad que son inaccesibles de manera directa para nuestros sentidos, sino que también complejísimas abstracciones. Que la Tierra no es plana no lo puede percibir nadie; tampoco que, como un trompo, no pare de girar sobre su propio eje a más de mil kilómetros por hora (nuestro planeta gira una vez cada 23 horas, 56 minutos y 4,1 segundos; así, un punto del ecuador gira a poco más de 1,600 km/h). Imperceptibles, pero sin duda este tipo de conocimientos sociales, condensados en abstracciones, forman parte sustancial de la representación moderna del mundo, misma que más o menos compartimos todos. Sin embargo, de ello no se desprende que el entorno de los primeros seres humanos fuera menos rico en significados; por el contrario, a falta de certezas que explicaran los fenómenos concretos, en su cosmovisión, la realidad era poblada de múltiples presencias metafísicas. Una piedra nunca era solamente una piedra; por más incomprensible que el mundo resultara, podía tener sentido, ser cosmos, únicamente en la medida en que fuera la manifestación de una voluntad sobrenatural. En palabras de Micea Eliade (Lo sagrado y lo profano. Paidos, 1998) para las sociedades arcaicas “lo sagrado es lo real por excelencia”, y por lo tanto la naturaleza en su totalidad podía ser entendida como una hierofanía, como una manifestación de lo sagrado. Entonces, el mapa del tesoro de la cueva de Abauntz representa sí un paisaje concreto del valle de Ultzama, pero también, necesariamente otra cosa: “nunca se insistirá lo bastante sobre la paradoja que constituye toda hierofanía... Al manifestar lo sagrado, un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él mismo”, insiste Eliade. Las incisiones que se hicieron en esa piedra no sólo representan a un ciervo de carne y hueso, sino que también a las fuerzas sagradas que aquella bestia, sin dejar de serlo, manifestaban. Respecto a cualquier producto cartográfico occidental de nuestros días, la diferencia es sustancial. Marshall McLuhan señaló alguna vez que el mapa es uno de esos artefactos sin los cuales “el mundo de la ciencia y la tecnología modernas difícilmente existiría”. De hecho, una de las obsesiones del pensamiento moderno occidental es, precisamente, el afán por mapear la realidad de la manera más realista y exacta posible: la representación de lo concreto. Así, la cartografía ha sido, especialmente a partir del Renacimiento, una de las herramientas más empleadas en Occidente para desacralizar el mundo. Frente a los 13,660 años de antigüedad del mapa de Abauntz, la manía –McLuhan dixit– del hombre moderno por el realismo y el apego a lo concreto es muy reciente, no le llega al milenio. Eliade levanta el dedo y sentencia: “el cosmos completamente desacralizado es un descubrimiento muy reciente del espíritu humano”. Tú, nomás por confirmar, puedes entrar a Google Eearth y llegar en tres teclazos a la cueva de Abauntz.

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