Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 16 de abril de 2016

Jauría de icebergs

La civilización es vulnerable;
siempre está a una sola conmoción del infierno.
Zygmund Bauman, Miedo líquido.


¿En qué piensa si digo iceberg? ¿Y si luego de iceberg digo Titanic, qué evoca usted? ¿Tragedia, desastre, fatalidad, caos? ¿Y qué viene a su mente al leer iceberg flotante? Ilustrado lector, me temo que usted pensaría que acabo de incurrir en un pleonasmo, porque todo el mundo sabe que la palabreja —que nos llegó al español vía inglés pero es de origen neerlandés— significa precisamente eso: “gran masa de hielo que flota en el mar”. Ahora que la cosa cambia si digo que sobre nuestras cabezas flota una jauría de icebergs. La lectura es otra porque se descara el uso figurativo de las palabras: al llamar jauría a un grupo de icebergs se connota intencionalidad, violencia, ferocidad... Y a menos que seamos peces, cetáceos o cualquier otra bestia subacuática, si la jauría de icebergs flota sobre nuestras cabezas significa que los témpanos están suspendidos en el aire. Además, sin necesidad de recordar la espada de Damocles, la sola expresión sobre nuestras cabezas connota ya peligro, más si lo que pende es enorme, descomunal. Así que lo escribo: sobre nuestras cabezas flota una jauría de icebergs.

El sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925), tan certero él en la empresa de acuñar conceptos, propone la noción de complejo o síndrome Titanic, al cual describe en los siguientes términos: “consiste en el horror de caerse por las rendijas de la corteza (‘del grosor de una lámina’) de la civilización y precipitarse en esa nada, desprovista de los ingredientes elementales de vida organizada” (Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores. Paidós. Buenos Aires, 2007). No se trata de un miedo cualquiera: alcanza el horror. No es un horror a un lento derrumbamiento en la barbarie, tampoco es un proceso de regresión al mundo salvaje; se trata de una abrupta descivilización. ¿Descivilización? Como lo oye, un neologismo que Zygmunt Bauman recupera de una reflexión en torno a los efectos que tuvo el huracán Katrina en Nueva Orleans, publicada en The Guardian por Timoty G. Ash, quien a su vez cuenta que se encontró dicha voz en una novela de Jack London. Al conjunto de síntomas relacionados con el pánico que provoca hoy en las sociedades contemporáneas la amenaza de la desivilización Bauman lo etiqueta como síndrome Titanic, y decidió hacerlo así considerando que en la narrativa del famoso trasatlántico británico hundido hace ya más de cien años (14-15 de abril de 1912), aunque el protagonista es el iceberg, “no fue éste… lo que provocó el horror que hizo que aquella historia sobresaliera entre la multitud de historias/desastres similares”. ¿Entonces? “El auténtico horror fue el del caos que se produjo ‘aquí dentro’, en la cubierta, en las bodegas…: por ejemplo, la ausencia de un plan de evacuación y salvamento de los pasajeros en caso de hundimiento que fuese sensato y viable, o la acuciante escacez de botes salvavidas y flotadores, algo, en suma, para lo que el iceberg ‘ahí fuera’ sólo sirvió como catalizador… Ese ‘algo’ que siempre subyace oculto.” ¿Oculto?  “Sí, pero nunca a mayor distancia que la de una capa superficial de separación”. 

A mayor grado civilizatorio, más compleja se va tornando la organización de la vida cotidiana, y conforme se hace más complicado el sistema, su vulnerabilidad se incrementa. En una falla, en cualquiera, es posible que se halle la causa de que uno de los icebergs termine por desplomarse encima de todos: un minúsculo estropicio puede averiar la sincronía de los semáforos del centro de la ciudad y en cuestión de minutos el caos se propaga. “Los miedos que emanan del síndrome Titanic son miedo a un colapso o a una catástrofe que se abata sobre todos nosotros y nos golpee ciega e indiscriminadamente, al azar, sin ton ni son, y que encuentre a todo el mundo desprevenido y sin defensas”. Y a pesar de que se trata de miedos compartidos, la capacidad de organización social para enfrentarlos —a los miedos, no así a las amenazas reales de los cuales pueden surgir— es cada vez más limitada, toda vez que las estructuras de poder —el Estado, para acabar pronto— ha venido perdiendo todo el margen de acción que han ganado las fuerzas del libre mercado: “nuestras instituciones políticas forman un aparato ajustado al servicio del orden del egoísmo, y el principio de interpretación central de ese orden es el de la ‘apuesta por el más fuerte’, una apuesta por los ricos, forzosamente por aquellos que han tenido la fortuna de ser ya ricos, pero sobre todo por aquellos con la aptitud, el tesón y la suerte de hacerse ricos”. Así que por más parecidos que puedan ser nuestros temores, habrá que enfrentarlos individualmente: “cada uno de nosotros ha de usar sus propios recursos (que, en la mayoría de los casos, son del todo inadecuados)… Las condiciones de la sociedad individualizada son hostiles a la acción solidaria… La sociedad individualizada está marcada por la dilapidación de los vínculos sociales, el cimiento mismo de la acción solidaria”.

Todos hemos visto la jauría de icebergs que flota sobre nuestras cabezas. El miedo es omnipresente, compartido, tanto como la certeza de que debemos enfrentarlo solos, cada quien desde su propia trinchera. Con todo, nuestra sociedad contemporánea, al igual que todas las demás formas en que se ha organizado la conviencia a lo largo de la historia de la humanidad, “es un artefacto que trata de hacernos llevadero el vivir con miedo”.

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