Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 3 de noviembre de 2018

El hisorioscopio

The celebrity of historical facts,
like that of men, is a matter of camaraderie,
of preservation, and above all of chance.
Eugène Mouton, The Historioscope.



Time machine
No he podido reparar mi máquina del tiempo, y sigo varado aquí…, ahora mismo.


El tobogán

Ningún mapa, ni siquiera un mapa escala 1:1, puede dar cabida íntegramente al territorio. Tanto como un mapa, lo que llamamos historia es una representación, y todo lo ocurrido no cabe en ella: la historia no cabe en la historiografía. Una representación es una abstracción y por ello, necesariamente, una simplificación… Y para no meternos en más berenjenales, olvidémonos que, de entrada, nuestra percepción es también una representación de la realidad, de tal suerte que todas las representaciones que elaboramos de lo que percibimos, por más detalladas y precisas que sean, son representaciones de representaciones.

El tobogán de nuestra ignorancia está mucho más empinado: más allá de las limitaciones intrínsecas de la historia, han sucedido eventos trascendentes acerca de los cuales jamás podremos saber qué fue lo que realmente pasó… Claro, que resulte imposible disponer de un registro veraz sobre determinados acontecimientos pasados no ha impedido que tramemos historias explicándolos y dándoles un sentido, relatos que luego bien pueden guiar nuestro actuar. De que sean verdad o mentira no depende la fuerza significativa de las historias —en esta misma columna, hace algunos años presenté un ejemplo extremo, el levantamiento maya en Cisteil de1761, atribuido al liderazgo de Jacinto Canek:
El tobogán de la ignorancia—.


El historioscopio

 
“… todo trabajo de historia es apenas una copia de estudios precedentes, a la que se agrega una que otra especulación inexacta”, rudo, sostiene el disparatado Joseph Durand, y agrega: “… las personas podrán seguir engañándose a sí mismas pensando que entienden la historia, hasta el día en que puedan equiparse con un medio que les permita ver retrospectivamente, no historias y cuentos, sino ver realmente”. ¡Ah, caray!, ¿un medio que permita ver realmente lo que aconteció en el pasado?  Ni más ni menos, un artefacto así fue el que ideó el francés Eugène Mouton (1823-1902) cuando escribió L'historioscope, un cuento publicado originalmente en 1883 en su libro Fantaisies, es decir, doce años antes de La máquina del tiempo de H. G. Wells.

El historioscopio de Mouton —quien solía firmar sus obras como Mérinos—,  es, “casi con certeza”, el primer ejemplo en la literatura de ciencia ficción de un artilugio visor de tiempo (time viwer). ¿Qué es un visor de tiempo o cronoscopio? “Una forma pasiva de máquina del tiempo que normalmente muestra escenas del pasado, aunque pero no permite ningún tipo de interacción” (The Encyclopedia of Science Fiction edited by John Clute, David Langford, Peter Nicholls and Graham Sleight.
London, 2018).

En El historioscopio —no conozco ninguna traducción al español; leí la traducción al inglés que hace Brian Stableford para su antología de literatura fantástica francesa decimonónica News from the Moon And Other French Scientific Romances. Black Coat, 2007—, Mouton da voz al excéntrico Joseph Durand (de Tarn-et-Garonne), “miembro de varias sociedades académicas y hombre de letras”, un sujeto de estraño porte que parece “pertenecer a una raza extra-humana”: “Fundamentalmente, sólo existen dos tipos de métodos para hacer historia. Uno consiste en aceptar los hechos… En el otro se opta por dar preeminencia a ideas preconcebidas, organizando-inventando, si es necesario, los hechos para justificar aquéllas”.

El narrador del cuento, quien había publicado en la Revue d’infini un artículo especializado y estrafalario —“La relación comercial de los asirios con los etruscos, con especial referencia al comercio de morenas reales durante los reinados de los reyes Evilmerodach y Neriglissor”— recibe una carta de Durand quien, entre otras cosas, lo invita a conocerlo personalmente y le ofrece mostrarle testimonios originales no sólo del comercio de morenas entre los asirios y los etruscos, “sino también, y en general, de todos los hechos de la historia universal, sin excepción”. El narrador, aunque se endiabla porque alguien más se inmiscuyó en su tema —“¿Que ya no queda nada nuevo bajo el sol, ni siquiera en la historia?”—, dominado por la curuosidad, termina por acudir a la cita… Primero, Durand, para dejar las cosas en claro, explica su coondición: “Bueno, Monsieur, una palabra bastará para familiarizarlo con mi estado mental: estoy loco”. Pero que esté deschavetado no lo invalida, ni a él ni a sus descubrimientos:  “¿Qué importa que la botella esté cuarteada si el vino que contiene es bueno? Monsieur, ¿no te avergüenzas de clasificar los productos de la mente humana en los compartimentos de la locura y la razón, cuando no son más que categorías imaginarias inventadas por médicos y filósofos?” Enseguida, le explicará el principio gracias al cual logró concretar su gran invento: “Los hechos, al producirse a sí mismos, adquieren una existencia tan positiva e indestructible como la de las ideas. Al igual que las ideas, vuelan por todo el mundo…” El caso es que todo lo que ha sucedido en el planeta Tierra, desde el principio de los tiempos hasta el presente, se ha proyectado en el espacio, de tal manera que Joseph Durand ha inventado una especie del telescopio eléctrico que por medio del cual es posible ver realmente, aunque todavía en sin sonido alguno, todos los acontecimientos ocurridos en el pasado… Después de que el protagonista observe algunos episodios históricos a través del hisorioscopio, compartirá la apreciación del loco inventor: “se ha requerido de todo el ingenio de nuestros historiadores para hacer que un determinado incidente pareciera importante y presentarlo como un evento memorable…”


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