Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 22 de diciembre de 2018

Roma y el alcázar


A los dos nos tocó ver Roma al aire libre. Recién caída la noche del 7 de diciembre, yo la vi junto al mar. Eréndira, en cambio, la pudo ver hasta este jueves 13 —sólo unas horas antes del estreno en Netflix—, más de 2,200 metros más arriba, en lo que todavía hace unos días funcionaba como el helipuerto más custodiado de todo México.



Mochila al hombro, Eréndira salió de su casa hecha un bólido. Luego de trotar varias cuadras, llegó al metro Eduardo Molina. Andén dirección Politécnico; ahí decidió: “Por La Raza”… Sin embargo, tan pronto el convoy que abordó comenzó a moverse, tuvo una corazonada y se bajó en Consulado, la siguiente estación, para trasbordar a la línea 4, rumbo Santa Anita. Tres estaciones más adelante, otro trasbordo, ahora en Candelaria, para tomar la línea rosa. Por el subsuelo, rumbo a Observatorio, atravesó el primer cuadro de la ciudad de México: Merced – Pino Suárez – Isabel La Católica – Salto del Agua – Balderas – Cuauhtémoc – Insurgentes – Sevilla – Chapultepec – Juanacatlán…, finalmente Tacubaya. Último trasbordo: línea 7 dirección El Rosario…: Constituyentes y, enseguida, su destino: cuando emergió otra vez a la calle en la estación Auditorio, eran ya casi cinco y media de la tarde… A paso veloz, junto con cientos de apresurados, llegó a Los Pinos. Se fueron formando para entrar a la que todavía hace menos de quince días fue la residencia oficial del presidente. La mayoría llevaba cobijas, pocillos y termos, y recipientes para las palomitas. La fila serpenteaba por Chapultepec. Algunos militares organizaban amablemente el acceso. Como a las seis y media empezaron a repartir los boletos.
A Eréndira le tocó el 1590, de unos tres mil quinientos que se repartirían. Ya adentro, palomitas y ponche gratis, que se servían en los trastos que cada quien llevaba. Para quienes los necesitaran, había vasos y platos, ninguno desechable. Después de presentar el boleto, había que meterlo en una tómbola, porque se rifaron 17 pases dobles para la sala privada. Todos los demás se fueron acomodando en los petates distribuidos en el pasto. Salieron las tortas, las latas de atún, los tamales… Por ahí de las ocho de la noche, en la enorme pantalla apareció Alfonso Cuarón:

           

— ¿Qué…, todavía huele a azufre o ya se airió?



Me cuenta Eréndira que entre tanta raza no se sintió el frío, aunque los termómetros marcaran 12 grados centígrados. Ancianos, parejas, oficinistas solitarios, familias enteras, grupitos de cuates, fresones y jipitecas, banda y acaudalados… Comenzó Roma y su embrujo atrapó al público de inmediato… “Salimos como a las once de la noche: un río de gente conmovida…” Atrás, quedaron nada más los petates; al día siguiente, el propio Cuarón tuitearía: “La función de Roma en Los Pinos tuvo un saldo blanco de basura”.

           

El viernes de la semana anterior, en la playa Bacocho de Puerto Escondido, Oaxaca, arrancaba la cuarta edición del Festival del Puerto, organizado por Nino Cozzi y su equipo. Unas trescientas sillas de plástico bien dispuestas en la arena, colocadas frente a la enorme pantalla y rodeadas de potentes bocinas. Cielo despejado, temperatura ideal. El rugido intermitente del Pacífico… Entrada libre… Mientras el espectáculo del ocaso maravillaba a quien volteara a verlo, en menos de media hora se ocuparon todas las localidades. Mucha gente con chela o copa de vino en mano. Poco después de las siete de la noche, antes de la función estelar, la presentación de un cortometraje experimental filmado en ahí mismo en Puerto, Beyond Beach… Sus realizadores, Clara Winter y Miguel Ferráez, presentaron su obra como una crítica frontal al hipercapitalismo… En realidad, trece minutos absolutamente insignificantes, lamentablemente prescindibles…, salvo para buena parte de los espectadores, colonos del lugar, quizá la mayoría extranjeros, que apapacharon con sus aplausos a los jóvenes cineastas…
Pero, bueno, el martirio acabó y al fin se dio paso al plato fuerte de la noche, del evento, del Festival: Nicolás Celis, el joven productor de Roma, pasó al frente para comentar muy al vuelo la película… Y entonces comenzó el más reciente largometraje de Alfonso Cuarón… Después de la secuencia inicial, durante la cual nadie habla, tardé algunos minutos en acostumbrarme al formato —la copia que veíamos incluía subtítulos en inglés, tanto para los diálogos en mixteco como par los diálogos en español—, luego de los cuales, los subtítulos, la chela, la playa, el mar, la noche…, todo, se fue al diablo: la cinta de Cuarón me pescó del alma para llevarme a la Ciudad de México de 1971… Las imágenes y los sonidos lograron catapultarme a mi propia infancia, 47 años atrás… La potencia estética de Roma me dio entrada al alcázar de la memoria, como lo llamó hace más de 1600 años San Agustín de Hipona (354-430) en sus Confesiones: “el glorioso alcázar de mi memoria. Allí están a mi disposición el cielo, la tierra y el mar, con todas las impresiones que en ellos puede sentir, fuera de aquéllas que ya olvidé. Allí yo me encuentro conmigo mismo y me acuerdo de mí, de lo que hice, cuándo y dónde lo hice, y qué efectos experimentaba en el momento de hacerlo”.

           

En Los Pinos, junto al mar, en una sala de cine convencional o en el cuarto de televisión de una vivienda, Roma tiene la fuerza estética para limpiar los empañados espejos de nuestra memoria, la personal y la colectiva. Estoy seguro que eso es lo que está haciendo, y me parece que no sólo es bueno, creo además que es muy oportuno.
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