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Habitar no es sinónimo de vivir. Habitar significa vivir y algo más: habitar es vivir y ocupar un espacio con asiduidad. Habitar, informa el diccionario de la RAE, es vivir y morar, y morar es residir habitualmente en un lugar. Así que sólo es posible habitar si se hace habitualmente. Habitar es vivir habituados a un sitio.
Los cazadores-recolectores eran transeúntes, nómadas: no tenían el hábito de la ocupación prolongada de un determinado espacio. Así que, mientras anduvimos a salto de mata, correteando la chuleta, es decir, durante la mayor parte de nuestra existencia genérica, los humanos no fuimos habitantes: la residencia habitual es un invento muy novedoso. Vivir es natural, habitar es cultural.
Para habitar hay que asentarse. Los sapiens tenemos menos de diez mil años cultivando el hábito de la permanencia en una parcela, en una parcialidad específica del territorio. Incluso antes de que aprendiéramos a construir moradas fijas, ideamos la manera de crear refugios portátiles. Antes de quedarnos aquí o allá, antes de parar el tránsito, coqueteamos con el sedentarismo en cuevas y otros refugios naturales, luego comenzamos a crear un hábitat humano. Hábitat y habitar, claro, comparten la misma raíz etimológica, el frecuentativo del latín habere, tener, es decir, tener reiteradamente, tener un lugar reiteradamente.
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A lo largo del prolongadísimo tramo durante el cual los sapiens vivieron desplazándose, sin habitar ninguna parte, transitaban en grupos muy reducidos. Si bien estas tropillas eventualmente interactuaban entre sí, durante aquel dilatado estadio el intercambio de ideas, mitos, descubrimientos, inventos y soluciones fue esporádico y la evolución cultural avanzó lentamente. La implosión cultural que solemos llamar el surgimiento de la civilización sucedió hace apenas unos cinco mil años. Tuvo lugar en nuevos espacios, hábitats plenamente humanizados: las ciudades primigenias, en las que la humanidad inventó la escritura y artilugios para ubicarse en el espacio —la cartografía— y en el tiempo —el calendario—. Nunca tanta gente había radicado junta en el mismo sitio. La ciudad inauguró la cercanía cotidiana entre muchísimas personas.
Según Aristóteles, el hombre es un animal político. Se trata de una de esas tesis demasiado difundidas. Digo demasiadoporque se cita excesivamente y mal, sobre todo porque generalmente quienes la traen a cuento no han leído al filósofo de Estagira. Aristóteles no afirma que el humano sea por naturaleza un ser volcado en los asuntos de gobierno o del poder ni mucho menos en la polaca o la grilla. La expresión hombre político se refiere al hombre de la polis, al hombre que vive en la ciudad. Ser humano es habitar entre humanos: “… el idioma de los romanos, quizá el pueblo más político que hemos conocido, empleaba las expresiones ‘vivir’ y ‘estar entre los hombres’ (inter homines esse) o ‘morir’ y ‘cesar de estar entre los hombres’ (inter homines esse desinere) como sinónimos” (Hannah Arendt, La condición humana).
Somos sociales de manera tan definitoria que la dichosa individualidad no es más que una poderosa ilusión colectiva. Ningún humano recién nacido es capaz de sobrevivir sin el auxilio de sus congéneres, y si lo hiciera sería una aberración. Un espécimen de sapiens al natural no es humano: cada persona humana es una creación cultural. La cercanía con la demás gente nos humaniza. ¿Pero qué tan adyacentes los unos a los otros nos conviene vivir? Actualmente el 56% de los casi ocho millardos de humanos que vivimos en el planeta habitamos en alguna ciudad. El proceso de urbanización no va a detenerse: se estima que en 2050 siete de cada diez personas vivirán en alguna ciudad. ¿Somos ya demasiados habitantes urbanos? ¿La densidad de población en las ciudades es ya es un problema? Veamos un caso.
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La enorme Ciudad de México (CDMX) —me refiero a la entidad federativa, antes Distrito Federal— tiene una extensión de casi 1,500 kilómetros cuadrados, y en ella habitan 9’209,944 personas (Censo 2020), de tal manera que la densidad de población asciende a 6,163 habitantes por kilómetro cuadrado. Sin embargo, consideremos que la mancha urbana sólo ocupa la mitad del territorio de la entidad, así que la población relativa es de poco más de tres mil habitantes por kilómetro cuadrado. En cuanto a la Zona Metropolitana del Valle de México, su mancha urbana ocupa casi dos mil quinientos kilómetros cuadrados, y en ella residen más de 21 millones de hombres y mujeres, de tal suerte que su densidad de población es de unos 8,400 habitantes por kilómetro cuadrado.
El primer asentamiento urbano de la cuenca de México, Cuicuilco, comenzó a crecer desde el siglo VII a. C., y no dejaría de existir sino hasta que la erupción del Xitle obligó a sus pobladores a abandonar el sitio, alrededor del siglo III de nuestra era. El apogeo de Cuicuilco ocurrió hace dos mil trescientos años. Veinte mil personas llegaron a poblarla, con una densidad de cinco mil habitantes por kilómetro cuadrado, es decir, superior a la que hoy reporta la mancha urbana de la CDMX.
En 1520, la ciudad más grande del mundo era México-Tenochtitlan: 300 mil personas llegaron a convivir en un entorno anfibio de 15.5 kilómetros cuadrados. Así, en la capital mexica vivían más de 19,500 habitantes por kilómetro cuadrado. Recordemos que hoy en la mancha urbana de la CDMX la densidad es de poco más de tres mil habitantes por kilómetro cuadrados. Ni siquiera en el espacio en el que se hallaba la gran Tenochtitlan, en donde hoy se halla hoy el centro histórico de la CDMX, la densidad de población es mayor (16,500 habitantes por kilómetro cuadrado). En conclusión, hemos vivido mucho más apretujados que ahora. Y por superficie tampoco deberíamos preocuparnos: en la actualidad, todas las ciudades del mundo ocupan menos del 3% de la superficie terrestre. Al menos habitación… queda.
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