Nada más natural que
lo sobrenatural encarne
en los hombres y hable
su lenguaje.
Octavio Paz, El arco y la lira.
En 1967, el embajador
de México en India reiteraba una pregunta. El razonamiento mediante el cual había
determinado la necesidad de hacerlo es maravilloso, mejor, marravillante:
“La inmovilidad es una ilusión, un espejismo del movimiento; pero el
movimiento, por su parte, es otra ilusión, la proyección de Lo Mismo que se
reitera en cada uno de sus cambios y que, así, sin cesar nos reitera su
cambiante pregunta —siempre la misma.” Octavio Paz había formulado la susodicha
interrogante poco más de diez años atrás, en la advertencia de la edición príncipe
de El arco y la lira (1956): “¿no sería mejor transformar la vida en poesía
que hacer poesía con la vida?; y la poesía ¿no puede tener como objeto propio, más
que la creación de poemas, la de instantes poéticos? ¿Será posible una comunión
universal en la poesía?”
A lo largo de su
ensayo, Paz reflexiona sobre la relación de la poesía con el mundo, y más
ampliamente, sobre la relación del lenguaje con la realidad. “El lenguaje es
simbólico porque trata de poner en relación dos realidades heterogéneas: el
hombre y las cosas que nombra. La relación es doblemente imperfecta porque el
lenguaje es un sistema de símbolos que reduce, por una parte, a equivalencias
la heterogeneidad de cada cosa concreta y, por la otra, constriñe al hombre
individual a servirse de símbolos generales”. Con el lenguaje nombramos al
mundo y lo creamos: “al crear con palabras, creamos eso mismo que nombramos y
que antes no existía sino como amenaza, vacío y caos.”
Pero el lenguaje,
creación humana, nunca alcanza a abarcar toda la realidad. Hace más de dos mil
años, Aristóteles lo advertía: “como no es posible discutir trayendo a
presencia los objetos mismos, empleamos los nombres en lugar de los objetos
mismos…, [pero] los nombres y la cantidad de enunciados son limitados, mientras
que los objetos son numéricamente infinitos” (Sobre las refutaciones
sofísticas; 165a). Basta reflexionar durante unos segundos lo anterior para
comprender la profundidad de la atinada afirmación de Paz: “Nos rodea el
silencio anterior a la palabra. O la otra cara del silencio: el murmullo
insensato e intraducible…”
El murmullo
de lo insensato e intraducible es atronador cuando ocurren las
coincidencias, y parte de la escandalosa confusión que suscitan se debe a la
debilidad de nuestro lenguaje para ponerlas en su lugar. Sin un arsenal
suficiente de palabras, cuando experimentamos una coincidencia, nuestro
pensamiento mágico, fundamentalmente narrativo, se activa para tramar una
explicación y ponerle nombre a lo desconocido. Entonces la coincidencia que
presenciamos o vivimos se transforma en obra del destino, en un milagro o en una
fatalidad; entonces las cosas pasan por algo o porque Dios quiere o porque un
duende nos puso el pie o un angelito nos protegió o intervino cualquier otra
agencia o agente sobrenatural.
Asignamos una misma
palabra, coincidencia, a fenómenos disímiles: es una coincidencia
que en la actualidad el Sol sea 400 veces más grande que la Luna, y se localice
casi 400 veces más lejos de la Tierra que aquella; fue una coincidencia que
en 1985, 2017 y 2022 haya temblado en la Ciudad de México el mismo día del año,
el 19 de septiembre; fue una coincidencia que la octogenaria Christine hubiera
llegado a Ámsterdam el mismo día que nosotros, y a la misma hora, para
guiarnos a Broek in Waterland; fue coincidencia que Mark Twain haya nacido en
1835, cuando el Halley pasaba por nuestro planeta, y muerto 75 años
después, cuando el cometa volvió a visitarnos…
— ¡Qué coincidencia!:
ayer, en el momento en que colocaba los audífonos al celular para llamarle a mi
hija, vibró el aparato… ¡Era ella!
Hemos tratado de poner
algún orden en la otra cara del silencio mediante la creación de algunas
palabras con las que se pretende discernir lo uno de lo otro en el vasto
abanico de fenómenos de las coincidencias. A propósito de un antojo fílmico y
de un libro de Auster, hace cuatro años traía a cuento aquí mismo el concepto formulado
por Carl Jung: sincronicidad: “una coincidencia temporal de dos o más
sucesos relacionados entre sí de una manera no causal, cuyo contenido
significativo es igual o similar…” Paul Kammerer propuso serialidad para
referirse a la recurrencia de cosas o eventos en el tiempo y el espacio. Klaus
Conrad acuñó el término apofenia, una condición cercana a la
esquizotipia —“una dimensión de la personalidad caracterizada por experiencias
que de alguna manera hacen eco, en forma apagada, de los síntomas de la
psicosis, incluidas las ideas mágicas y las creencias paranormales”, explica Paul
Broks—. Más próximo a la explicación por negación, Arnold Zwicky, estableció el
concepto ilusión de frecuencia, “un capricho de la percepción por el
cual un fenómeno al que uno está alerta de repente parece omnipresente”.
Hace siglos, justo con Aristóteles, comenzó el análisis de las falacias o argumentos sofísticos o “razonamientos desviados” (paralogismôn). Se estudian tradicionalmente como artimañas para engañar o convencer a otros, pero bien pueden ser aparejos de autoengaño. Porque, cuidado, así como el lenguaje nombra al mundo también puede crear mundos… imaginarios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario