Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

lunes, 10 de julio de 2023

La otra cara del silencio

 


Nada más natural que lo sobrenatural encarne

en los hombres y hable su lenguaje.

Octavio Paz, El arco y la lira.

 

 

En 1967, el embajador de México en India reiteraba una pregunta. El razonamiento mediante el cual había determinado la necesidad de hacerlo es maravilloso, mejor, marravillante: “La inmovilidad es una ilusión, un espejismo del movimiento; pero el movimiento, por su parte, es otra ilusión, la proyección de Lo Mismo que se reitera en cada uno de sus cambios y que, así, sin cesar nos reitera su cambiante pregunta —siempre la misma.” Octavio Paz había formulado la susodicha interrogante poco más de diez años atrás, en la advertencia de la edición príncipe de El arco y la lira (1956): “¿no sería mejor transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida?; y la poesía ¿no puede tener como objeto propio, más que la creación de poemas, la de instantes poéticos? ¿Será posible una comunión universal en la poesía?”

 


A lo largo de su ensayo, Paz reflexiona sobre la relación de la poesía con el mundo, y más ampliamente, sobre la relación del lenguaje con la realidad. “El lenguaje es simbólico porque trata de poner en relación dos realidades heterogéneas: el hombre y las cosas que nombra. La relación es doblemente imperfecta porque el lenguaje es un sistema de símbolos que reduce, por una parte, a equivalencias la heterogeneidad de cada cosa concreta y, por la otra, constriñe al hombre individual a servirse de símbolos generales”. Con el lenguaje nombramos al mundo y lo creamos: “al crear con palabras, creamos eso mismo que nombramos y que antes no existía sino como amenaza, vacío y caos.”

 

Pero el lenguaje, creación humana, nunca alcanza a abarcar toda la realidad. Hace más de dos mil años, Aristóteles lo advertía: “como no es posible discutir trayendo a presencia los objetos mismos, empleamos los nombres en lugar de los objetos mismos…, [pero] los nombres y la cantidad de enunciados son limitados, mientras que los objetos son numéricamente infinitos” (Sobre las refutaciones sofísticas; 165a). Basta reflexionar durante unos segundos lo anterior para comprender la profundidad de la atinada afirmación de Paz: “Nos rodea el silencio anterior a la palabra. O la otra cara del silencio: el murmullo insensato e intraducible…”

 

El murmullo de lo insensato e intraducible es atronador cuando ocurren las coincidencias, y parte de la escandalosa confusión que suscitan se debe a la debilidad de nuestro lenguaje para ponerlas en su lugar. Sin un arsenal suficiente de palabras, cuando experimentamos una coincidencia, nuestro pensamiento mágico, fundamentalmente narrativo, se activa para tramar una explicación y ponerle nombre a lo desconocido. Entonces la coincidencia que presenciamos o vivimos se transforma en obra del destino, en un milagro o en una fatalidad; entonces las cosas pasan por algo o porque Dios quiere o porque un duende nos puso el pie o un angelito nos protegió o intervino cualquier otra agencia o agente sobrenatural.

 

Asignamos una misma palabra, coincidencia, a fenómenos disímiles: es una coincidencia que en la actualidad el Sol sea 400 veces más grande que la Luna, y se localice casi 400 veces más lejos de la Tierra que aquella; fue una coincidencia que en 1985, 2017 y 2022 haya temblado en la Ciudad de México el mismo día del año, el 19 de septiembre; fue una coincidencia que la octogenaria Christine hubiera llegado a Ámsterdam el mismo día que nosotros, y a la misma hora, para guiarnos a Broek in Waterland; fue coincidencia que Mark Twain haya nacido en 1835, cuando el Halley pasaba por nuestro planeta, y muerto 75 años después, cuando el cometa volvió a visitarnos…

 

— ¡Qué coincidencia!: ayer, en el momento en que colocaba los audífonos al celular para llamarle a mi hija, vibró el aparato… ¡Era ella!

 

Hemos tratado de poner algún orden en la otra cara del silencio mediante la creación de algunas palabras con las que se pretende discernir lo uno de lo otro en el vasto abanico de fenómenos de las coincidencias. A propósito de un antojo fílmico y de un libro de Auster, hace cuatro años traía a cuento aquí mismo el concepto formulado por Carl Jung: sincronicidad: “una coincidencia temporal de dos o más sucesos relacionados entre sí de una manera no causal, cuyo contenido significativo es igual o similar…” Paul Kammerer propuso serialidad para referirse a la recurrencia de cosas o eventos en el tiempo y el espacio. Klaus Conrad acuñó el término apofenia, una condición cercana a la esquizotipia —“una dimensión de la personalidad caracterizada por experiencias que de alguna manera hacen eco, en forma apagada, de los síntomas de la psicosis, incluidas las ideas mágicas y las creencias paranormales”, explica Paul Broks—. Más próximo a la explicación por negación, Arnold Zwicky, estableció el concepto ilusión de frecuencia, “un capricho de la percepción por el cual un fenómeno al que uno está alerta de repente parece omnipresente”.

 


Hace siglos, justo con Aristóteles, comenzó el análisis de las falacias o argumentos sofísticos o “razonamientos desviados” (paralogismôn). Se estudian tradicionalmente como artimañas para engañar o convencer a otros, pero bien pueden ser aparejos de autoengaño. Porque, cuidado, así como el lenguaje nombra al mundo también puede crear mundos… imaginarios.



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