Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

jueves, 2 de enero de 2014

A propósito de propósitos

Hay que marcan a sus autores y opaca al resto de su producción. Ejemplos sobran: Cien años de Soledad para Gabriel García Márquez, El laberinto de la soledad para Octavio Paz -la mayoría de la gente que ha tenido que leer aquel ensayo, no conoce un solo poema del Nobel mexicano-, Rayuela para Julio Cortázar, La insoportable levedad del ser para Milán Kundera, Aura para Fuentes..., en fin. Sucede lo mismo con Ariel (1900) y Rodó.

Luis Enrique Camilo Rodó Piñeyro nació en Montevideo, Uruguay, a mediados de 1871. Aquel año, Charles Darwin publica El origen del hombre; las noticias importantes se transmitían ya por telégrafo pero aún no existían los teléfonos; en México, Benito Juárez, aunque acusado de fraude electoral, seguía siendo la cabeza del liberalismo sobreviviente y por eso mismo triunfante; Brasil era un imperio, Francia una república y la República Oriental de Uruguay un país con menos de medio siglo de existencia. Rodó cae a este mundo en la cuna de una familia acomodada por sus caudales, pero poco le va a durar el amortiguamiento: aún no ha cumplido quince años de edad cuando, luego de la prematura muerte de su padre, se ve obligado a trabajar. Rodó, como otros tantos grandes maestros, no termina sus estudios, no formalmente, pero su manía por la lectura y la escritura lo ubican pronto como un intelectual, en su natal ciudad -entonces con una población de menos de medio millón de habitantes-, en Uruguay, en el cono sur e incluso en Lartinoamérica entera, una en entelequia geocultural que él mismo ayudó a construir.

A Luis Enrique Rodó le duró poco la vida. En 1917, su cadáver, el de un hombre solo, fue hallado en un hotel de Palermo, Italia, en donde se malpasó sus últimos tiempos como corresponsal de un impreso bonaerense. Sin embargo, los 45 años que transcurrió por estos lares le alcanzaron para dejar huella. En 1900 había publicado el ensayo que lo marcaría de por vida y para el porvenir, Ariel, el profético alegato contra Calibán, símbolo de la sinrazón, el egoísmo, el utilitarismo y la ceguera que acaba siendo la reducción de la vida a la consecución de un objetivo único. Casi una década después, José Enrique Rodó publica Los motivos de Proteo, un texto pertinente para aquellos que en estos moribundos días del año andan esbozando en su cabeza propósitos de cambio.

El modernista uruguayo expresa así la idea rectora de todo el ensayo: "Cada uno de nosotros es  sucesivamente, no uno, sino muchos". De ahí el título que el helenista montevideano otorga a su rosario de reflexiones: Proteo, dios marino hijo de Océano y Tetis, habitaba en las aguas cercanas a la isla de Faros, y tenía el súper poder de mutar a su antojo. De hecho, Proteo, no solamente era capaz de tomar la forma de lo que le viniera en gana, también lo sabía todo, lo acontecido en el pasado y lo que acaecerá en el futuro. Un anciano profeta que obtuvo tamaños dones nada más por desempeñar bien un rol muy menor: pastorear las focas de Poseidón. En el Olimpo, la servidumbre escasea...

Nuestro devenir a través del tiempo implica transmutación constante, y la corriente del cambio nos recorre enteramente, por dentro y por fuera: "cosa ninguna pasa en vano dentro de ti; no hay impresión que no deje en tu sensibilidad la huella de su paso; no hay imagen que no estampe una copia de sí en el fondo inconsciente de tus recuerdos". Rodó no ahorra metáforas para machacar sobre la vorágine del movimiento constante, la inacabada permuta del uno en lo otro: "El dientecillo oculto que roe en lo hondo de tu alma; la gota de agua que cae a compás en sus antros oscuros; el gusano de seda que teje allí hebras sutilísimas, no se dan tregua ni reposo, y sus operaciones concordes a cada instante te matan, te rehacen, te destruyen, te crean..." Rodó cree que ante la fuerza del cambio no existe alternativa alguna, sin embargo su planteamiento acarrea el optimismo del pensamiento clásico: el hombre puede y debe ser uno durante el tiempo, intentando siempre imponer cierta dirección a su vida, a su identidad, con los estribos de la razón y la voluntad.

Los motivos de Proteo se integra por 158 pequeños apartados, todos ellos susceptibles de ser leídos y comprendidos modularmente. Sólo por la pulida prosa de Rodó conviene su lectura, su estudio y emulación incluso; agrego que, sin llegar a ser nunca un texto críptico, obliga a que uno vaya y venga al diccionario, a la enciclopedia. Argumento extra: googolealo y encontrarás en pocos click varias versiones en línea gratuitas.

¿Adelgazar, hacer ejercicio, titularse, dejar la soltería o divorciarse....? Eso qué..., propónte mejor propónte leer... Protéico 2014.

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