Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

miércoles, 28 de mayo de 2014

¡Qué clase!

¡Albricias! ¡Lectoras y lectores, congratulémonos!: hace unos días ha sido dada a conocer una verdad que disipa dudas y franquea obstáculos a la comprensión cabal de México. Procedo a elucidar.

Primero, para calibrar el misterio que por fin se ha resuelto, cito al sociólogo Gabriel Carega: resulta imposible una explicación científica de una sociedad sin contar con una teoría de las clases sociales. No se trata, pues, de un asunto menor.

Desde los albores de México, muchos han intentado definir las clases sociales en que se conforma la población del país. El primer empeño que conozco se lo debemos a José María Luis Mora (1794-1850), quien en 1836 sentenciaba: “la población mexicana puede dividirse en tres clases, la militar, la eclesiástica y la de los paisanos”. De entonces para acá muchas cosas han cambiado y ríos de tinta han corrido. De hecho, cuando el doctor Mora publicó México y sus revoluciones, faltaba todavía algún tiempo para que Carlos Marx, entonces un joven de menos de veinte años, desarrollara el poderoso concepto de lucha clases (La ideología alemana, 1846). Hace 178 años, Mora no empleaba información cuantitativa para construir su clasificación, sencillamente entendía como clases sociales aparte a los dos grupos que gozaban de fuero, mientras que establecía que los paisanos era la clase “más numerosa, influyente, ilustrada y rica”, compuesta de “negociantes, artesanos, propietarios de tierras, abogados y empleados”. No omití a ningún grupo y leyó usted bien: falta la gran masa de campesinos e indígenas desposeídos, a quienes el ilustre cura liberal sencillamente no considera como parte de la sociedad mexicana. Si duda usted, échese este trompo a la uña: “se puede asegurar que la sociedad mexicana en su estado actual con un fondo de gravedad española y con un exceso de refinamiento en sus modales, es una mezcla de las costumbre de París, de Londres y de las grandes ciudades de Italia”.

Hace un año, con base en un estudio que realizó usando los resultados de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos en los Hogares (2000 y 2010), el INEGI dio a conocer que, “al término de la primera década del siglo XXI”, la clase media representaba el 39.2% de la población total del país, la alta el 1.7% y la baja el 59.1%. Para llegar a tales cifras, los investigadores del INEGI echaron mano de un conjunto de 17 indicadores cualitativos -privilegiando la información de gasto sobre la de ingreso-, a partir de los cuales desarrollaron un algoritmo de conglomeración. Uno podrá estar o no de acuerdo, pero la metodología del INEGI es objetiva, rigurosa y transparente. En su boletín de prensa, el Instituto aceptaba que la cuestión de las clases sociales “no sólo se debe abordar exclusivamente con criterios económicos sino desde luego también sociológicos”, y afirmaba con sobrada humildad que no pretendía tener la última palabra… Y no, no la tuvo, porque hace unos días…

El 8 de mayo pasado el Diario Oficial de la Federación, ni más ni menos, publicó el “Acuerdo por el que se aprueba el Programa Nacional de Protección a los Derechos del Consumidor 2013-2018”, en cuyo apartado primero, “Contexto”, nos ilumina: Actualmente, la población mexicana se estratifica en diversas clases sociales determinadas con base en sus funciones, costumbres, situación económica y de poder (sic). El instrumento legal establece que en México las clases sociales son:

Baja Baja: Se estima que representa el 35% de la población, y está constituida por trabajadores temporales e inmigrantes, comerciantes informales, desempleados, y gente que vive de la asistencia social.

De donde se desprende que los narcotraficantes todos, nomás por informales, están en la clase inferior, al igual que los jugadores de futbol extranjeros contratados por equipos mexicanos, que uno mismo si pierde el empleo se depaupera en automático, y que un montón de gente vive de la asistencia social.

Baja Alta: Se estima que sea aproximadamente 25% de la población nacional y está conformada principalmente por obreros y campesinos (agricultores). Es la fuerza física de la sociedad, ya que realiza arduos trabajos a cambio de un ingreso ligeramente superior al sueldo mínimo.

¿Y dónde quedan los ganaderos y pescadores y silvicultores? ¿Y los trabajadores de la construcción? Quizá no son parte de la “fuerza física de la sociedad”.

Media Baja: Formada por oficinistas, técnicos, supervisores y artesanos calificados. Sus ingresos no son muy sustanciosos (sic) pero son estables (sic), se estima que sea el 20% de la población nacional.
Media Alta: Incluye a la mayoría de hombres de negocios y profesionales que han triunfado (sic) y que por lo general constan de buenos (de nuevo: sic) y estables ingresos económicos. Se estima que sea aproximadamente 14% de la población nacional.
¿Y las mujeres de negocios y profesionales que han triunfado?

Alta Baja: la integran familias que son ricas de pocas generaciones atrás. Sus ingresos económicos son cuantiosos y muy estables. Se estima que sea aproximadamente el 5% de la población nacional.
Alta Alta: La componen antiguas familias ricas que durante varias generaciones han sido prominentes y cuya fortuna es tan añeja que se ha olvidado cuándo y cómo la obtuvieron. Se estima que sea aproximadamente 1% de la población nacional.

Luego entonces, la pertenencia a la clase Alta Alta no solamente es cuestión de vulgar dinero, sino también de alcurnia y misterio.

En 1836 el doctor Mora se lamentaba de que de tiempos coloniales México había heredado una detestable nobleza: “unos hombres ignorantes, llenos de vicios, y cuyo menor defecto consistía en carecer de toda virtud, los hacía ridículos y despreciables… No sólo bajo éste, sino bajo otros aspectos, se presentaba también con el carácter del ridículo la tal nobleza mexicana: la falta de mérito en los fundadores y lo nuevo de su creación eran los principales”. Ya podemos estar tranquilos, porque al menos un 1% de la población tiene fortunas “tan añejas que se ha olvidado cuándo y cómo la obtuvieron”. ¡Albricias!

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