Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 31 de agosto de 2014

¡Almejas!, que el águila se agusana…

Sucinto exordio
En la búsqueda del niño perdido, que no esquivo, permítaseme una puntual parada, y emplear este dominical palique a una novedad editorial: hace pocas semanas las librerías comenzaron a vender El Águila y el Gusano (Random House) de Hugo Hiriart, “uno de los pocos escritores cuya fama y fortuna… —vaticina Christopher Domínguez Michael—, nos sobrevivirá a todos”.

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De la añada 1942, chilango de partida y por recurrente estadía, de rapaz Hugo acudió a la escuela y sumando grados alcanzó las cumbres de la educación superior: compinche de Monsiváis y Elizondo, fue catecúmeno de figurones —Gaos, Rossi, Xirau, Villoro, et al.— en la mismísima Facultad de Filosofía y Letras de la ínclita UNAM: “Mi generación es la primera que estudió en la universidad, en vez de irse a estudiar a París…” Además de cultivarse en éticas, lógicas y metafísicas, asistió a la Escuela de Artes Plásticas “La Esmeralda” para ejercitarse en Pintura, arte que ha ejercido pero con postizo apelativo —Evaristo Pompier—. Se puede ser oportuno siendo anacrónico: en 1972 Hugo gana el premio Xavier Villaurrutia con Galaor, una novela de caballería. Y ha seguido tecleando historias: en 1981, enseguida de haberlo hecho por entregas en un periódico, publica Cuadernos de Gofa; en 1992, lanza La destrucción de todas las cosas, narración futurista y apocalíptica; diez años después El agua grande, y enseguida, 2004, El actor se prepara, pieza ontológica-detectivesca. Egregio ensayista, a Hiriart le debemos maravillas de pensamiento como Disertación sobre las telarañas (1980), Sobre la naturaleza de los sueños (1995) y el lozano El arte de perdurar (2010). Por supuesto, habrá que mencionar una faceta hiriartiana más, la de dramatúrgica —Minotastasio y su familia, la obra de teatro que él mismo más aprecia—. Y ya para dejar aquí el párrafo dedicado al autor, apúntese que calladito, no un matalascallando pero sí cohibidón, don Hugo ha venido obtenido todos los reconocimientos de los que uno de los de su ralea puede anhelar; verbigracia: las becas Guggenhein y Woodrow Wilson, un par de Arieles como guionista, el premio Nacional de Literatura Juan Ruiz de Alarcón y el premio Nacional de Ciencias y Artes. Además, apenas en mayo pasado ingresó como miembro de número a la Academia Mexicana de la Lengua.

El Águila y el Gusano es un libro extravagante: una novela de acción en prosa, sí, sí, como la Comedia de Calisto y Melibea de Rojas (1499) y La Dorotea de Lope de Vega (1632). Palmariamente, el formato —una narración acarreada por completo en los diálogos— es agua para el pez dramaturgo, e Hiriart se da gusto echando a departir a una caterva de personajes tan inverosímiles que ni parecen inventados, para asentarlo aquí parafraseando al propio autor. Los principales, me parece, Calixta, dueña de un spa, y Campuzano, asesor político… Con ellos no se agota el Dramatis personae: son más de treinta los que en un momento dado aparecen parlamentando, sin contar con los que son mencionados aquí y allá, de refilón.… Por citar uno, paradigmático, Cianuro, luchador profesional: “… en los vestidores lo llamaban simplemente Ostión, pues desde entonces apuntaba en él cierta obesidad algo bofa y cierta capacidad anómala de abulia completa y letárgica…” Sobre el susodicho, Campuzano relata: “… en una función rutinaria de lucha, Cianuro Poncela se atolondró, cayó mal, de cráneo sobre el piso y sobre su cabeza, de rodillas, cayeron Apocalipsis y Marrana II. Sufrió una lesión cerebral, y no es que antes fuera de razonamiento vivo y chispeante, no, nada de eso, pero fue privado aún de ese poco, ese salario mínimo mental, que había en la bóveda craneana y quedó sumido en la lentitud semiidiota que ahora lo caracteriza… Esas limitaciones y cierta popularidad ganada en el encordado lo empujaron a la política, fue electo diputado local, y en la Cámara su lentitud y obnubilación le han traído gran éxito y progreso”. Se dice que Napoleón, no el cantautor hidrocálido sino el Gran Corso, sentenció alguna vez que en política la estupidez nunca ha sido un hándicap. Y para botonón de muestra no hay que ir más lejos: ahí está otro personaje de la novela, Valdevieso, el político asesorado, quien en un momento de revelación cae en la cuenta de que “el salario mínimo basta para, con suerte, adquirir un cuarto de kilo de tejocotes, y párale de contar, ¿es justo?” Duda razonable, que ni qué…

La novela se recorre, rapidito, en cinco tramos, a saber: El año de la obsesión por los conejos, Pájaros napoleónicos, Gordos ilustres, Escenas de la vida en provincia, Mira el hombre que repta. Y todo tiene lugar en el aquí nuestro de todos los días, “este país que lo ha visto todo en materia de prevaricación e ineptitud…” , en donde “tienen trato directo o indirecto con el maleante… secretarios, subsecretarios, oficiales mayores, jefes de departamento, burócratas menores, sacristanes,  choferes, vendedores ambulantes, escultores, cirujanos…, la policía en masa, políticos, muchos de ellos, empezando por el presidente de la república y su señora esposa, Edubijes Pinto, mujer desaforada, pero contenida por la notoria estrechez de su entendimiento…”

Hugo Hiriart remata El Águila y el Gusano con un aserto en voz del padre Noriega, juicio que bien convendría mantener presente: “Se advierte aquí que el Infierno no es un lugar, sino un estado, un estado espiritual…” Como termina es lo de menos, usted consígase un ejemplar y disfrute el desenrollo de los hechos…

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