Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Accidentalmente

It looks as if the offspring have eyes
so that they can see well (bad, teleological, backward causation),
but that's an illusion. The offspring have eyes because
their parents' eyes did see well (good, ordinary, forward causation).
Steven Pinker, How the Mind Works.


A ver, lo convido a que haga una parada en su trajine de todos los días y trate de figurarse la siguiente escena… Apenas por unos instantes, la sobra de una parvada de marabúes desaparece todas las esquirlas de luz que el sol proyecta en la tierra al atravesar las hojas de una enorme acacia. Bajo el árbol, otra vez pringado aquí y allá de cachitos de destellos, un determinado organismo multicelular, específicamente un mamífero de los que mucho tiempo después se autodenominarán Homo sapiens, después haber estado encuclillado ahí aparentemente sin hacer nada más que acariciarse la ensortijada barba, suspirará profundamente y logrará engendrar un pensamiento complejo, cuyo fraseo en castellano sería el siguiente: “Me encuentro en una situación en la cual ya nomás no me hallo”. El hecho —un suceso mudo, toda vez que no fue expresado en palabras puesto que aún no las había—, sucede en algún lugar al sur de África oriental, después del medio día pero más hacia el cenit que hacia el ocaso, hará cosa de unos 70 mil años. Ningún otro miembro de su propia especie atestiguó el evento; el hombre que vemos en primer plano, desnudo y sin más posesión material que una piedra, es un adulto excéntrico, tanto que prefirió permanecer ahí en vez de emprender carrera con los demás miembros de su tropilla a arrasar con los frutos rojos del arbusto que uno de ellos encontró hace rato. Por ahí cerca no hay nadie, a lo más, a la vista pero inalcanzable, un par de indolentes sivatheriums pastando. Claro, no espere usted demasiado, no suponga que el pensamiento aquel tuvo repercusiones inmediatas, al menos no perceptibles, no en la escala de la vida de aquel antepasado suyo, mío y de los más de siete mil millones que hoy por hoy pululamos por todo el planeta. Sin embargo, así pudo comenzar la portentosa transformación que desplazaría a esa especie de homínidos, nosotros, de una posición marginal e insignificante a la cumbre de la cadena alimenticia: la revolución cognitiva.  

Hasta donde sabemos, aquella explosión silenciosa ocurrió sin prologo alguno, es decir, no hay indicio que anunciara su irrupción. Para entonces, el Homo sapiens no era en absoluto un recién llegado: se sabe que la especie había surgido por evolución al menos 130 mil años antes, en suelo africano. Los fósiles más antiguos de Homo sapiens que se han encontrado hasta ahora corresponden a los llamados hombres de Kibish: Omo I y Omo II, dos congéneres que vivieron —de acuerdo a la datación realizada por medio de determinación de isótopos radioactivos de argón— hace unos 195 mil años, en las cercanías del río Omo, actualmente territorio localizado al suroeste de Etiopía. Así que cuando aquel hipotético señor que hemos imaginado parió el pensamiento lo suficientemente complejo que nos enroló en la ruta del gran cambio, los Homo sapiens ya habían vivido, confinados en una pequeña área de África oriental, la mayor parte de su existencia (65%): “aunque estos sapiens arcaicos tenían nuestro mismo aspecto y su cerebro era tan grande como el nuestro, no gozaron de ninguna ventaja notable sobre las demás especies humanas, no produjeron utensilios particularmente elaborados y no lograron ninguna hazaña especial”, explica Yuval Noah Harari en su libro De animales a dioses (Debate, 2014). Y de pronto, algo sucedió que provocó un giro del destino: “a partir de hace aproximadamente 70 mil años, Homo sapiens empezó a hacer cosas muy especiales… El período comprendido entre hace unos 70 mil y unos 30 mil años fue testigo de la invención de barcas, lámparas de aceite, arcos, flechas y agujas. Los primeros objetos que pueden clasificarse con seguridad de arte y joyería proceden de esa época, como ocurre con las primeras pruebas incontrovertibles de religión, comercio y estratificación social”. Y de ahí a la revolución agrícola, que ocurriría unos 60 mil años más tarde, y al comienzo de la historia… Pero regresemos a los albores…

Es posible que no se haya encontrado vestigio alguno de ningún tipo de comportamiento humano moderno anterior a la salida de África porque, efectivamente, no lo hubo. ¿Pero también es factible que, como es descrito por un sinnúmero de mitos cosmogónicos, hayan existido desarrollos culturales anteriores de los cuales no quede ninguna huella posible de recuperar? Al menos valga recordar que confeccionamos historia, esto es, interpretamos la información sobre el pasado, hilvanando una trama con los datos que tenemos y nos resultan significativos, ajustándolos para que la narración resulte no sólo verosímil, sino también, muchas veces, reconfortante. Por cierto, queda también la otra pregunta: ¿qué sucedió para que, aparentemente siendo los mismos que ya éramos, cambiáramos tanto después de 130 mil años? Yuval Noah contesta en De animales a dioses: “No estamos seguros. La teoría más ampliamente compartida aduce que mutaciones genéticas accidentales cambiaron las conexiones internas del cerebro de los sapiens, lo que les permitió pensar de manera sin precedentes y comunicarse utilizando un tipo de lenguaje totalmente nuevo”. De acuerdo, pero ¿por qué? La no-respuesta está en el adverbio: accidentalmente…, lo cual, por supuesto, quizá no resulte muy reconfortante.


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