Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Un bebé en la Cuna de la Humanidad

Si busca usted la Cuna de la Humanidad, en Google earth la encuentra.

El globo terráqueo virtual ubica el punto Cradle of Humankind en Sudáfrica, muy cerca, al oeste, de Pretoria y Johannesburgo; de hecho, uniendo los tres puntos podría trazarse un triángulo casi equilátero de unos 45 kilómetros por lado. El lugar, declarado Patrimonio de la Humanidad, se conoce con tal nombre porque durante la primera mitad del siglo XX fueron encontrados ahí varios fósiles de homínidos arcaicos. Sin embargo, desde hace tiempo las pesquisas de los antropaleontólogos se ha desplazado al norte del continente, siguiendo el serpenteo del Gran Valle del Rifit hacia el mar Rojo. De hecho, los descubrimientos de los dos antepasados más famosos de nuestra especie, al menos hasta ahora, han ocurrido a lo largo de dicha fractura geológica.
En 1974, en la Depresión de Afar, en Etiopía, Donald Johanson halló a Lucy, el esqueleto de una Australopithecus afarensis que vivió hace 3.2 millones de años. Un decenio después, en las inmediaciones del lago de Turkana, el rastreador keniano Kamoya Kimeu dio con los restos casi completos de un joven Homo ergaster que falleció hace 1.6 millones de años.
Entre ambas especies queda abierto un enorme misterio que los científicos han intentado resolver. ¿Cómo? Encontrando fósiles de especímenes intermedios; de ahí la alegoría del eslabón perdido. Pero ninguno de los fósiles que hasta ahora se han encontrado —apenas algunos pocos huesos y fragmentos— puede ofrecernos noticias definitivas de la primera especie humana, de modo que aquello de la Cuna de la Humanidad quedaba sólo en un mote pretencioso. Pero el fantástico hallazgo difundido en todo el mundo el jueves pasado podría significar que, efectivamente, el sur de África sea la cuna del género humano.


Poco menos de un kilómetro al suroeste del sitio de Seartkrans, en Cradle of Humankind, se ubica Rising Star, un sistema cavernario bien conocido por los espeleólogos sudafricanos. Ahí, a unos treinta metros de profundidad, en 2013, dos exploradores se aventuraron a meterse por una estrechísima grieta de menos de 18 centímetros de ancho, por la que ingresaron a una caverna en cuya pared opuesta —Dragon’s Back—, en lo más alto, encontraron una minúscula cavidad atestada de estalactitas, a través de la cual, lentamente y con mucha dificultad, lograron descender casi cien metros hasta llegar a otra pequeña cámara —Dinaledi chamber—. Steven Tucker y Rick Hunter, los espeleólogos, hallaron ahí, a la vista, un montón de huesos. Traían consigo una videograbadora y afortunadamente decidieron llevar el registro de su aventura a la persona indicada.

Lee Berger es un paleoantropólogo norteamericano terco y optimista. Desde hace casi veinte años vive en Sudáfrica. Trabaja en la Universidad de Witwatersrand de Johannesburgo y busca fósiles por aquellas latitudes. En 2008, en Malapa, a unos 15 kilómetros de Rising Star, Berger y su hijo encontraron varios fósiles entre lascas de dolomita. Resultó que los huesos pertenecían a un homínido —se localizaron restos de seis individuos— de alrededor de 1.9 millones de años de antigüedad, que clasificó como Australophitecus sediba.
Cuando Berger publicó su descubrimiento, reclamó para el homínido de Malapa una posición filogenética estelar: dijo que bien podía tratarse de la transición entre los Australophitecus y el Homo habilis, o incluso de un ancestro directo del Homo ergaster. La mayor parte de la comunidad científica no estuvo de acuerdo con esta hipótesis; la opinión generalizada es que no se trata más que de un Australophitecus tardío. Así que cuando Tucker y Hunter fueron a la Universidad de Witwatersrand a mostrarle al académico el testimonio en video de su hallazgo, la fama de Berger venía más bien amainando.
Las imágenes que los espeleólogos le mostraron a Berger fueron más que suficientes para que él vislumbrara la trascendencia de aquello, así que se movió rápido y eficazmente: en pocos meses consiguió fondos de National Geographic y organizó un equipo de astronautas subterráneas —mujeres de varias partes del orbe, pequeñas y delgadas, sin problemas de claustrofobia, dispuestas a meterse en profundidades cavernícolas para rescatar un tesoro—. Ni siquiera el optimismo de Berger pudo prever el resultado: entre noviembre de 2013 y marzo de 2014 lograron rescatar más 1,500 huesos, pertenecientes al menos a quince individuos, todos miembros de una especie Homo que hasta hoy nosotros, lo únicos humanos que quedan en el planeta, no conocíamos.

La noticia se difundió el 10 de septiembre: el artículo científico se publicó en eLIFE y el de divulgación en el sitio web de National Geographic. Ello fue suficiente para que la nota se regara globalmente. En el primero, Berger y su equipo dan a conocer que, aunque los huesos no se han datado, el paquete de estudios morfológicos que realizó una flotilla interdisciplinaria de científicos de todo el mundo permite establecer sin duda que se trata de un miembro de nuestro género, distinto claramente de cualquier Australopithecus pero mucho menos evolucionado que cualquier otra especie humana hasta ahora conocida. La nueva especie fue bautizado como Homo naledinaledi significa “estrella”, en sotho, uno de los muchos lenguajes originarios de Sudáfrica—. El reportaje de National Geographic, que incluye la imponente recreación de la hoy superestrella prehistórica, se titula “Este rostro cambia la historia humana, ¿pero cómo?” Y es que si ese arsenal de huesos tiene, digamos, alrededor de 2.5 millones de años, la cadena evolutiva que hoy podríamos imaginar se comprobaría, y el Homo naledi sería el o uno de los eslabones entre Lucy y el Turkana Boy…, ¿pero cómo habría de interpretarse el rompecabezas si los esqueletos son mucho más recientes?


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