Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 7 de octubre de 2017

1985 – 2017

People leave traces of themselves
where they feel most comfortable, most worthwhile. 
Haruki Murakami, Dance Dance Dance.


Hace mucho mucho tiempo, en Aguascalientes, me enteré de la existencia de El Unicornio. Estoy hablando del siglo pasado y acabábamos de llegar. Éramos cientos y cientos de chilangos descentralizados, recién desempacados en el Altiplano. Defeñas y defeños nostálgicos, todavía con el tonito bien marcado, mano. Apenas comenzábamos a explorar los nuevos recovecos, los tejesymanejes de la vida en un lugar en donde sí se respetaba la cuaresma, se dormía la siesta y daba tiempo de mucho, y en el que todo estaba cerca, aunque aquel todo no era el todo al que estábamos acostumbrados: por ejemplo, no había tacos al pastor ni puestos de quesadillas de flor de calabaza ni recauderías en donde vendieran verdolagas ni huitlacoche. Hallamos otras carencias y también nos topamos con hallazgos sorprendentes, como la proximidad de El Muerto y las explosiones de color en el cielo… Me tocó llegar con la segunda oleada de trabajadores del INEGI: aún no terminaban de construir el edificio sede y la mayoría de nosotros vivíamos en el Ojocaliente, un fraccionamiento que se encontraba en los confines de la ciudad y a donde a los taxistas no les gustaba llegar, los aguamieleros circulaban en burro por las obras a medio acabar y los fines de semana no era extraño oír a alguien cantando Sábado Distrito Federal

Corría 1988, y el mundo era otro mundo: Reagan comandaba la Guerra de las Galaxias desde Washington, porque, efectivamente, la URSS era aún una realidad territorial e ideológica que tenía expresiones por todos lados, como que ese mismo año se jugó la Eurocopa en Alemania Occidental, es decir, la mitad de Alemania. En octubre, Gorbachov fue elegido presidente del Sóviet Supremo y acá, en diciembre, Salinas llegó a Los Pinos… Nadie hablaba del cambio climático aunque sin saberlo ya estábamos en el Antropoceno, para la mayoría las computadoras eran objetos de uso súper especializado y la alta tecnología hogareña no pasaba de una videocasetera VHS. Los noventa se vislumbraban con esperanza —el primer escaño del Billboard en 1988 fue para Faith de George Michael—, aunque en México la palabra crisis seguía siendo sinónimo de vida diaria. Del Mundial del 86 habíamos salido con una superstición que durante mucho tiempo cargaríamos en el lomo como un tumor, como una pecaminosa certeza colectiva: los mexicanos no sabemos meter penales, porque a la hora de la hora nos da miedo ganar, nos arrugamos. El terremoto de 1985, propulsor de la diasporita chilanga —nuestro humilde éxodo fue para el pantagruélico DeFectuoso lo que un pelo a un gato—, seguía en la memoria de todos. Entonces Aguascalientes era una entidad gobernada por un ingeniero geógrafo a quien cualquiera podía saludar de mano en la calle, uno llegaba al Campestre por el Camino a Las Trojes porque faltaban varios descalabros para que Colosio fuera un mártir revolucionario institucional, a los aguascalentenses les importaba un rábano el fut y todavía menos si ganaba o perdía el Necaxa, no había ni un Sanborns y los videoclubs de barrio proliferaban como piratas en el Caribe dieciochesco… En aquella época remota, en el horizonte de la oferta de consumo simbólico los capítulos de La Tremenda Corte eran garbanzos de a libra, y la cafetería/librería Excélsior en El Parián, un oasis. Ahí alguien, quizá el propio Fernando Rivera o quizá el Choco o un maestro gringo de la UAA con el que ahí llegué a jugar ajedrez o Esquer o el Ginger, me dijo que El Unicornio salía los domingos con El Sol del Centro

— Lo dirige Jesús Gómez Serrano, el historiador. Lo encuentras en el Archivo Histórico del Municipio.

De Gómez Serrano yo ya había leído Aguascalientes, imperio de los Guggenheim (Colección SEP/80, 1982). No recuerdo si el libro incluía o no una semblanza en la que se señalara la fecha de nacimiento del autor, pero, si así era, o no la había leído o no la registré, porque cuando fui a buscarlo al viejo edificio en la calle Juan de Montoro yo esperaba que iba a tener que lidiar con un respetable provecto, tal vez medio sordo y cegatón. Error: la afable persona que me atendió escuchaba y veía perfectamente bien, y si no era un mozalbete, estaba entonces todavía a varias décadas de la tercera edad. Casi no conversamos: si yo quería publicar algo en El Unicornio, había que llevárselo y punto, él lo sometería al Consejo Editorial. Días después entregué mi primera colaboración y la publicaron. Andado el sendero, lo recorrí varias veces, aprovechando la generosidad de Jesús y su banda. Ensayitos, cuentos y luego, emulando una tradición decimonónica, la publicación por entregas, en las páginas tabloides de aquel suplemento cultural salió a la luz una novela que había comenzado a escribir poco antes de acometer la aventura del destierro voluntario, Ojalá estuvieras aquí. Meses después, en 1990, el texto sería publicado como libro, en una coedición de Claves Latinoamericanas —sello editorial fundado por Raúl Macín— y el Instituto Politécnico Nacional.

En Ojalá estuvieras aquí narro algunos hechos verídicamente ficticios que ocurren en torno al terremoto que sacudió a la Ciudad de México el 19 de septiembre de 1985. Catapultado por el terremoto que acabamos de sufrir, exactamente el mismo día, y dado que el librito ya no se consigue, realicé una apresurada edición digital para compartirla vía web. El gran sismo sucedió 32 años después y me encontró de vuelta en la Ciudad de México. Otra vez lo voy a poder contar.






Coda

Creíamos que estábamos muy mal; tembló y se evidenció que estamos peor. Corrupción, negligencia, ineficiencia, impunidad…

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