Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

viernes, 30 de abril de 2021

El lugar de las cosas

 

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Una divinidad sin culto, una infinidad de entidades sin identidad… El Antes Absoluto fue el Vacío Uniforme o la Masa Confusa, el Desorden Pretérito, el Todo Desarticulado, el Desconcierto Total, el Estado de Indistinción Plena.

 

Magnum Chaos. Taracea del coro de la basílica de Santa María la Mayor,
por Capoferri y Lotto (1522-1532).

“En primer lugar existió el Caos”, reporta Hesíodo de Ascra (s. VII a. C.) en su Teogonía, y Platón (427 – 347 a. C.) relata: “Digamos ahora por qué causa el hacedor hizo el devenir y este universo… Como el dios quería que todas las cosas fueran buenas y no hubiera en lo posible nada malo, tomó todo cuanto es visible, que se movía sin reposo de manera caótica y desordenada, y lo condujo del desorden al orden…” (Timeo, 30a).

 

Poner las cosas en su lugar es en realidad darles un lugar en el mundo, significarlas. Cuando ordenamos la diversidad perceptible clasificando todo en determinados conjuntos a partir de criterios establecidos por nosotros mismos, esto es, cuando formamos categorías —“cada una de las clases o divisiones establecidas al clasificar algo”, RAE dixit—, simbolizamos, metamorfoseamos en el sentido de convertir un ente en una metáfora. En la medida en la que las categorías son compartidas por la gente, ese conglomerado misterioso que llamamos la realidad se convierte en realidad social, la dimensión humana en la que habitamos.

 

En un artículo reciente —How your brain creates reality (Science Focus, febrero 2021)—, la doctora Lisa Feldman Barrett explica: “Las categorías abstractas… son el motor de la realidad social. Cuando imponemos una función a un objeto, categorizamos ese objeto como otra cosa”. 

 

 

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Por ejemplo, la salamandra y el ave fénix.

 

La salamandra, una de las 7,492 especies de anfibios descritas, es el urodelo más común de Europa: un bicho usualmente negro con manchas amarillas, de unos 15 a 30 centímetros de largo, cuerpo grueso y cola corta, sin cresta dorsal ni caudal, y con glándulas parótideas visibles tras los ojos. Pero la salamandra puede ser también un ser mitológico y un símbolo: “espíritu de fuego, figurado en forma de lagarto mítico que… puede vivir en ese elemento. En el simbolismo gráfico… significa el fuego” (Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos). Y, claro, la salamandra puede ser ambas criaturas, la concreta y la ficticia: como en su momento lo sostuvo Aristóteles, Plinio el Viejo aseguraba que la salamandra es un animal “tan frío que tocando el fuego lo apaga” (Historia Natural). 

 

El fénix es un ave mitológica. Majestuosa como un águila, hermosa como un faisán, con “plumas en parte doradas, en parte de color de carmesí” (Heródoto, Historia II). Además de longeva, “cuando veía cercano su fin, formaba un nido de maderas y resinas aromáticas, que exponía a los rayos del sol para que ardieran y en cuyas llamas se consumía; de la médula de sus huesos surgía otra ave fénix” (Diccionario de símbolos). Quizá los griegos tomaron la noción del fénix de la mitología egipcia, aunque también es evidente su parecido al simurg persa. 

 

Sin necesidad de unicornios ni de minotauros ni de dragones, sin más, ellas dos, la salamandra y el ave fénix, conforman una categoría. Resulta que en su bestiario poético Nuevo álbum de zoología (Era, 2013), José Emilio Pacheco las mete en la misma bolsa: “de fuego”.

 


 

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Y ya que salió a cuento Aristóteles, según él platónico alumno y magno maestro todo el conocimiento filosófico puede ser parcelado en tres espacios epistémicos: física, matemática y teología. Fue así categorizó sus obras teoréticas. 

 

Además, el filósofo reflexionó y escribió no sólo sobre los qué, sino también sobre los cómo, esto es, la logiká, “un decir, que de por sí no tiene más ‘cuerpo’ que el que le da referencia objetiva a lo que se dice… La lógica aristotélica no es, pues, epistēmē, conocimiento; es mero órganon, instrumento de conocer” (Miguel Candel, Introducción a los Tratados de Lógica, Órganon, I de Aristóteles; Gredos). En uno de esos textos, Categorías, Aristóteles se aventuró a clasificar “cada una de las cosas que se dicen fuera de toda combinación”, [que] o bien significa una entidad, o bien un cuanto, o un cual, o un respecto a algo, o un donde, o un cuando, o un hallarse situado, o un estar, o un hacer, o un padecer.” Es decir, las milenarias categorías de la lógica formal aristotélica: sustancia o entidad, cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, situación, hábito, acción y pasión. 

 

 

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Los seres humanos tenemos necesidad, propensión y capacidad de clasificarlo todo, de hacer categorías de cualquier cosa o no cosa, de entidades concretas o abstractas, agrupándolas, separándolas, mezclándolas… Categorizar es un paso fundamental en el proceso interminable de creación del mundo. Categorizar es indispensable para conformar la única realidad a la que tenemos acceso, la nuestra, la realidad social. Mediante la abstracción, creamos categorías estableciendo similitudes, conexiones. “Podría pensarse que las categorías existen en el mundo exterior —sostiene Lisa Feldman—, pero, de hecho, tu cerebro las crea… Las similitudes más importantes que forman una categoría… no se refieren a la apariencia física sino a la función… Las categorías abstractas son tremendamente flexibles. Considere los siguientes tres objetos: una botella de agua, un elefante y una pistola. Estos objetos no se parecen, no se perciben iguales, no huelen igual o tienen otras similitudes físicas obvias. Pero resulta que comparten una función física: todos pueden arrojar agua a chorros. Entonces forman una categoría. Pero también comparten otra función que, a diferencia del chorro de agua, está completamente desvinculada de su naturaleza física. Son miembros de la categoría ‘cosas que no pasarían por la seguridad del aeropuerto’.”

 

Todo orden es artificial, cultural.

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