¿Cuál es nuestra naturaleza? ¿Cuál es nuestra esencia? Antañón cuestionamiento, tan viejo quizá como la misma especie… A ver, ¿existe alguna característica que nos haga sustancialmente distintos del resto de los animales? Podríamos intentar categorizar todas las respuestas con las que, a lo largo de la historia, hemos pretendido contestar dicha pregunta…
Primero
están las respuestas teológicas o creacionistas. Según ellas, lo que nos distingue
es un origen divino especial. En algunos casos, ni siquiera fuimos el primer intento.
Por ejemplo, según el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas quichés,
los dioses realizaron dos modelitos fallidos de humanos antes de conseguir
crearnos: primero hicieron a los hombres de barro, pero eran débiles e
incapaces de hablar; luego lo intentaron con madera, pero, aunque resultaron
más sólidos, carecían de entendimiento y gratitud hacia los dioses, y
finalmente con una masa de maíz blanco nos hicieron a nosotros, los humanos
verdaderos, sabios y agradecidos. Para la mitología mesopotámica, según el
poema babilónico Enuma Elish, los dioses crearon a los humanos no por
amor, sino para aliviarse del trabajo. Tras una guerra divina, Marduk, el dios
vencedor, decidió formar al hombre con arcilla mojada con la sangre del dios
Kingu, quien había comandado las fuerzas del caos. La noción del hombre
modelado por una divinidad aparece en muchos otros corpus mitológicos; en la
griega, por ejemplo, Prometeo modela al hombre con barro y luego Atenea le
insufla alma. En otras tradiciones, como la hinduista o la nórdica, el ser
humano procede de una parte o de la esencia de los dioses, ya sea como
emanación, descendencia o fragmento. Para algunas religiones, no sólo fuimos
creados por decisión de Dios, sino que también a su semejanza. La noción de que
la humanidad fue creada “a imagen de Dios” con un estatus único en la creación
es distintiva del judeocristianismo. Según estas religiones, somos una especie
de réplicas terrenales de Dios y también los señores de la creación:
Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. (Génesis, 1:26-27)
Según
esto, tenemos una semejanza ontológica y funcional con Dios: nuestra
racionalidad, moralidad, creatividad, en fin, serían un reflejo de atributos
divinos y, además, los humanos tenemos que asumirnos como representantes de
Dios en la Tierra.
En
segundo lugar, mencionemos las respuestas racionalistas. Se trata de una noción
genérica que proviene del pensamiento griego clásico, y luego fue reforzada por
el humanismo renacentista: la razón, el logos, se pondera como la cualidad
distintiva del ser humano. Esta respuesta constituye uno de los pilares de la
cosmovisión occidental y parte desde Sócrates, esto es, data al menos del siglo
V antes de nuestra era. En el Fedón (80a), Platón hace argumentar a su
maestro que el ser humano es su alma (psyché), y que esta es inmortal
por su afinidad con lo divino a través de la razón. El enfoque
socrático-platónico sentó las bases del racionalismo occidental, reforzado
luego por Aristóteles —quien definió al humano como el animal racional—, recuperado
dos milenios después por el humanismo renacentista —por ejemplo, Pico della
Mirandola, Erasmo de Róterdam, Montaigne, Francisco de Vitoria—. La idea de que
el hombre se distingue por su capacidad de raciocinio sigue siendo un pilar de
la filosofía hasta hoy. En el siglo XVIII, Linneo sistematizó el término
consolidando la visión del humano como especie única por su intelecto: homo
sapiens.
Lo cual nos lleva al tercer grupo: las respuestas biológicas o evolucionistas. El término homo sapiens —“hombre sabio”, “hombre que piensa”—, fue acuñado por el naturalista y taxónomo sueco Carl Linnaeus en su obra fundamental Systema Naturae. Homo sapiens condensa la noción de que el ser humano es un organismo específico producto de un largo y complejo proceso evolutivo. Para estas teorías, la razón sería una diferencia de grado, no de clase. Charles Darwin mostró que el ser humano no es una criatura caída desde el cielo ni una excepción en la Naturaleza, sino el resultado de millones de años de evolución biológica, con facultades que emergen de procesos compartidos con otros animales. En su libro El origen del hombre, Darwin escribe:
El hombre, con todas sus nobles cualidades —con la simpatía que siente por los más débiles, con la benevolencia que extiende no sólo a los otros hombres, sino a las criaturas más humildes, con su intelecto divino que ha penetrado los movimientos y la constitución del sistema solar— con todo eso, el hombre aún lleva en su cuerpo el sello indeleble de su humilde origen.
Y hablando de humildad… En una cuarta categoría coloquemos la respuesta psicoanalítica. El hombre como resultado de fuerzas intra-psíquicas, de procesos psicodinámicos. Sigmund Freud (1856-1939) sostiene que el hombre es un animal pulsional (Triebwesen), estructurado por el inconsciente, con la sexualidad posicionada como el núcleo del deseo y la motivación principal de la conducta, y atravesado por un conflicto constante entre sus deseos (inconscientes), las exigencias de la realidad y las exigencias de la cultura. El humano no es dueño de sí mismo ni transparente a su conciencia. Y cada uno de nosotros tiene una vida anímica que, en esencia, es un combate entre Eros y la pulsión de muerte.
En una quinta categoría coloquemos las respuestas existencialistas o fenomenológicas. El humano no tiene una esencia dada de antemano, sino que se construye en vida, a través de sus elecciones, acciones y experiencias. Pensadores como Martin Heidegger (1889-1976) y Jean-Paul Sartre (1905-1980) defendieron esta tesis. Sartre afirma en El existencialismo es un humanismo: El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace”.
Agregaría,
por supuesto, un sexto grupo: las respuestas sociológico-culturales, según las
cuales lo que define al ser humano no es la biología ni su psique
individual, sino su capacidad genérica para crear cultura, símbolos, lenguaje,
instituciones, ritos, e inscribir su vida en ese marco. En lugar de ver al
humano como un individuo aislado o una esencia fija, lo entiende como un ser
simbólico y social, moldeado por sus contextos históricos y culturales. Ernst
Cassirer considera al ser humano como animal simbólico y afirma que “el hombre
no vive en un universo meramente físico, sino en un universo simbólico.” El
galo Pierre Bourdieu introdujo las nociones de habitus y campo
para explicar cómo las estructuras sociales modelan al individuo desde dentro,
y Hans-Georg Gadamer y Paul Ricoeur, en la línea hermenéutica, ven al ser
humano como un ser interpretativo, constituido en el lenguaje y en la historia.
Desde un ángulo afín, aunque con otra terminología, los pragmatistas como
Richard Rorty o John Dewey y los constructivistas como Nelson Goodman entienden
lo humano no como una esencia, sino como una invención sostenida por prácticas
narrativas, descripciones revisables y metáforas vivas. La especie humana
sería, entonces, una construcción contingente y relacional. Y desde una
variante más lógico-formal, autores como Noam Chomsky o Douglas Hofstadter han
propuesto que lo distintivo del ser humano radica en su capacidad de generar
estructuras simbólicas complejas, como los lenguajes naturales, la gramática
universal o los sistemas recursivos de tipo lógico o matemático. En fin, Daniel
Dennett teoriza que la evolución cultural ya supera a la biológica.
Hasta
aquí, ¿cuál es el rasgo que caracteriza al ser humano? ¿Qué es el homo sapiens?
Según las teologías, un reflejo de Dios; según los racionalistas, un alma
pensante; para los evolucionistas, un mamífero que aprendió a calcular; según
Freud, una criatura del deseo y el conflicto; para los existencialistas, una
nada que elige su ser; y según la sociología, un animal que teje símbolos,
instituciones y lenguaje para no perderse en el caos. Cada época ha tallado su
propia efigie del humano: dios menor, razón encarnada, bestia refinada, sujeto
escindido, proyecto abierto o ser culturalmente producido.
Conozco
también al menos otras dos respuestas que se cuecen en otra olla: la de Hegel y
la del novelista ruso Vasili Grossman.
Para
el filósofo alemán, la gran diferencia entre el hombre y el resto de los seres
vivos estriba en que el ser humano puede tener valores superiores a la vida
misma: ningún conejo se mata por amor, no se sabe de cacomixtle alguno que haya
entregado su vida por un ideal, en cambio, abundan héroes que mueren por su
patria, sabemos del despechado que se suicida por amor, del guarura que
interpone su propio pecho entre la bala asesina y su custodiado…, en fin. Bien
podríamos etiquetar la respuesta de Hegel como idealistas o ético-axiológica.
Por
su parte, para Grossman, el hombre es el eslabón más desarrollado de la
evolución de la vida hacia la libertad. Por supuesto, ambos planteamientos son
cercanos a la postura de Carlos Marx, para quien el ser genérico del hombre
está precisamente en el trabajo transformador, siempre y cuando se realice de
manera consciente y libre.
Y quedan todavía otras
respuestas a la pregunta por la esencia del ser humano:
Un noveno paquete podría
incluir las posturas tecnológicas o posthumanistas que plantean que lo humano
no es un destino cerrado, sino una plataforma biotécnica susceptible de
expansión, fusión o superación. Autores como Donna Haraway (con su Manifiesto
Cyborg) o Yuval Noah Harari sostienen que la especie humana está en proceso de
convertirse en otra cosa, mediante inteligencia artificial, neurotecnología o
ingeniería genética. El rasgo humano distintivo, en esta línea, no es una
esencia fija, sino la capacidad de autoproyectarse, rediseñarse y exceder sus
propios límites. El ser humano es un animal en transición. Los títulos de los
dos primeros libros de Yuval condensan esta tesis: el primero fue Sapiens,
de animales a dioses, y el segundo Homo deus.
Una décima categoría
corresponde a las respuestas ecológico-relacionales o ecofilosóficas. Aquí lo
distintivo no es lo que nos separa de la naturaleza, sino cómo nos relacionamos
con ella. Pensadores como Gregory Bateson o Timothy Morton proponen que el ser
humano debe entenderse como un nodo en una red de interdependencia ecológica,
no como un sujeto autónomo. En vez de buscar la esencia en la excepcionalidad,
estas posturas enfatizan la relacionalidad, la simbiosis y la coevolución. El
ser humano, entonces, no es el “rey de la creación”, sino un ser entrelazado
con todos los demás. Claro, esta postura se aproxima al pensamiento holístico
oriental.
Y, para terminar, propongo una última respuesta —quizá no muy agradable, pero cada vez más difícil de ignorar—: lo que distingue al ser humano es que es la única especie con capacidad para extinguirse a sí misma de forma deliberada. Ningún otro ser viviente ha desarrollado un poder de destrucción tan vasto ni ha demostrado tal combinación de inteligencia técnica y ceguera moral. A diferencia de los desastres naturales o las extinciones masivas del pasado, la amenaza actual no proviene del cosmos ni del azar, sino de nuestra propia mano. Somos la única especie que ha construido los medios para su autoaniquilación: armas nucleares, colapsos ecológicos, sabotajes tecnológicos, desinformación global. Desde que la humanidad desarrolló armas termonucleares y las capacidades logísticas para desplegarlas a escala global, es decir, desde los años 50 del siglo XX, los bípedos parlantes tenemos la capacidad práctica de autodestruirnos. No se trata ya de un mito, castigo divino o ficción apocalíptica, sino de un hecho técnico e histórico. Se estima que con unas 200 bombas nucleares bien repartidas bastarían para desencadenar un invierno nuclear con consecuencias catastróficas para toda la humanidad. 200. Bien, a nivel global, la estimación más reciente (enero de 2025) cifra la cantidad total de ojivas nucleares en 12,241. El homo sapiens dispone hoy de un arsenal con el cual es capaz de autodestruirse más de 60 veces. Pertenecemos a la única especie hostil y suicida con superávit letal.
Tal vez haya que añadir un
nuevo epíteto a nuestro nombre científico: homo sapiens demens, el sabio
insensato. O quizá, para ser más claros, homo sui interficens, “el
hombre que se mata a sí mismo”.