Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

jueves, 24 de julio de 2025

Homo sui interficens

 

 

¿Cuál es nuestra naturaleza? ¿Cuál es nuestra esencia? Antañón cuestionamiento, tan viejo quizá como la misma especie… A ver, ¿existe alguna característica que nos haga sustancialmente distintos del resto de los animales? Podríamos intentar categorizar todas las respuestas con las que, a lo largo de la historia, hemos pretendido contestar dicha pregunta…

 

Primero están las respuestas teológicas o creacionistas. Según ellas, lo que nos distingue es un origen divino especial. En algunos casos, ni siquiera fuimos el primer intento. Por ejemplo, según el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas quichés, los dioses realizaron dos modelitos fallidos de humanos antes de conseguir crearnos: primero hicieron a los hombres de barro, pero eran débiles e incapaces de hablar; luego lo intentaron con madera, pero, aunque resultaron más sólidos, carecían de entendimiento y gratitud hacia los dioses, y finalmente con una masa de maíz blanco nos hicieron a nosotros, los humanos verdaderos, sabios y agradecidos. Para la mitología mesopotámica, según el poema babilónico Enuma Elish, los dioses crearon a los humanos no por amor, sino para aliviarse del trabajo. Tras una guerra divina, Marduk, el dios vencedor, decidió formar al hombre con arcilla mojada con la sangre del dios Kingu, quien había comandado las fuerzas del caos. La noción del hombre modelado por una divinidad aparece en muchos otros corpus mitológicos; en la griega, por ejemplo, Prometeo modela al hombre con barro y luego Atenea le insufla alma. En otras tradiciones, como la hinduista o la nórdica, el ser humano procede de una parte o de la esencia de los dioses, ya sea como emanación, descendencia o fragmento. Para algunas religiones, no sólo fuimos creados por decisión de Dios, sino que también a su semejanza. La noción de que la humanidad fue creada “a imagen de Dios” con un estatus único en la creación es distintiva del judeocristianismo. Según estas religiones, somos una especie de réplicas terrenales de Dios y también los señores de la creación:

Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. (Génesis, 1:26-27)

Según esto, tenemos una semejanza ontológica y funcional con Dios: nuestra racionalidad, moralidad, creatividad, en fin, serían un reflejo de atributos divinos y, además, los humanos tenemos que asumirnos como representantes de Dios en la Tierra.


 

En segundo lugar, mencionemos las respuestas racionalistas. Se trata de una noción genérica que proviene del pensamiento griego clásico, y luego fue reforzada por el humanismo renacentista: la razón, el logos, se pondera como la cualidad distintiva del ser humano. Esta respuesta constituye uno de los pilares de la cosmovisión occidental y parte desde Sócrates, esto es, data al menos del siglo V antes de nuestra era. En el Fedón (80a), Platón hace argumentar a su maestro que el ser humano es su alma (psyché), y que esta es inmortal por su afinidad con lo divino a través de la razón. El enfoque socrático-platónico sentó las bases del racionalismo occidental, reforzado luego por Aristóteles —quien definió al humano como el animal racional—, recuperado dos milenios después por el humanismo renacentista —por ejemplo, Pico della Mirandola, Erasmo de Róterdam, Montaigne, Francisco de Vitoria—. La idea de que el hombre se distingue por su capacidad de raciocinio sigue siendo un pilar de la filosofía hasta hoy. En el siglo XVIII, Linneo sistematizó el término consolidando la visión del humano como especie única por su intelecto: homo sapiens.

 

Lo cual nos lleva al tercer grupo: las respuestas biológicas o evolucionistas. El término homo sapiens —“hombre sabio”, “hombre que piensa”—, fue acuñado por el naturalista y taxónomo sueco Carl Linnaeus en su obra fundamental Systema Naturae. Homo sapiens condensa la noción de que el ser humano es un organismo específico producto de un largo y complejo proceso evolutivo. Para estas teorías, la razón sería una diferencia de grado, no de clase. Charles Darwin mostró que el ser humano no es una criatura caída desde el cielo ni una excepción en la Naturaleza, sino el resultado de millones de años de evolución biológica, con facultades que emergen de procesos compartidos con otros animales. En su libro El origen del hombre, Darwin escribe:

El hombre, con todas sus nobles cualidades —con la simpatía que siente por los más débiles, con la benevolencia que extiende no sólo a los otros hombres, sino a las criaturas más humildes, con su intelecto divino que ha penetrado los movimientos y la constitución del sistema solar— con todo eso, el hombre aún lleva en su cuerpo el sello indeleble de su humilde origen.

 

Y hablando de humildad… En una cuarta categoría coloquemos la respuesta psicoanalítica. El hombre como resultado de fuerzas intra-psíquicas, de procesos psicodinámicos. Sigmund Freud (1856-1939) sostiene que el hombre es un animal pulsional (Triebwesen), estructurado por el inconsciente, con la sexualidad posicionada como el núcleo del deseo y la motivación principal de la conducta, y atravesado por un conflicto constante entre sus deseos (inconscientes), las exigencias de la realidad y las exigencias de la cultura. El humano no es dueño de sí mismo ni transparente a su conciencia. Y cada uno de nosotros tiene una vida anímica que, en esencia, es un combate entre Eros y la pulsión de muerte. 


En una quinta categoría coloquemos las respuestas existencialistas o fenomenológicas. El humano no tiene una esencia dada de antemano, sino que se construye en vida, a través de sus elecciones, acciones y experiencias. Pensadores como Martin Heidegger (1889-1976) y Jean-Paul Sartre (1905-1980) defendieron esta tesis. Sartre afirma en El existencialismo es un humanismo: El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace”.


Agregaría, por supuesto, un sexto grupo: las respuestas sociológico-culturales, según las cuales lo que define al ser humano no es la biología ni su psique individual, sino su capacidad genérica para crear cultura, símbolos, lenguaje, instituciones, ritos, e inscribir su vida en ese marco. En lugar de ver al humano como un individuo aislado o una esencia fija, lo entiende como un ser simbólico y social, moldeado por sus contextos históricos y culturales. Ernst Cassirer considera al ser humano como animal simbólico y afirma que “el hombre no vive en un universo meramente físico, sino en un universo simbólico.” El galo Pierre Bourdieu introdujo las nociones de habitus y campo para explicar cómo las estructuras sociales modelan al individuo desde dentro, y Hans-Georg Gadamer y Paul Ricoeur, en la línea hermenéutica, ven al ser humano como un ser interpretativo, constituido en el lenguaje y en la historia. Desde un ángulo afín, aunque con otra terminología, los pragmatistas como Richard Rorty o John Dewey y los constructivistas como Nelson Goodman entienden lo humano no como una esencia, sino como una invención sostenida por prácticas narrativas, descripciones revisables y metáforas vivas. La especie humana sería, entonces, una construcción contingente y relacional. Y desde una variante más lógico-formal, autores como Noam Chomsky o Douglas Hofstadter han propuesto que lo distintivo del ser humano radica en su capacidad de generar estructuras simbólicas complejas, como los lenguajes naturales, la gramática universal o los sistemas recursivos de tipo lógico o matemático. En fin, Daniel Dennett teoriza que la evolución cultural ya supera a la biológica.

 

Hasta aquí, ¿cuál es el rasgo que caracteriza al ser humano? ¿Qué es el homo sapiens? Según las teologías, un reflejo de Dios; según los racionalistas, un alma pensante; para los evolucionistas, un mamífero que aprendió a calcular; según Freud, una criatura del deseo y el conflicto; para los existencialistas, una nada que elige su ser; y según la sociología, un animal que teje símbolos, instituciones y lenguaje para no perderse en el caos. Cada época ha tallado su propia efigie del humano: dios menor, razón encarnada, bestia refinada, sujeto escindido, proyecto abierto o ser culturalmente producido.

 

Conozco también al menos otras dos respuestas que se cuecen en otra olla: la de Hegel y la del novelista ruso Vasili Grossman.

 

Para el filósofo alemán, la gran diferencia entre el hombre y el resto de los seres vivos estriba en que el ser humano puede tener valores superiores a la vida misma: ningún conejo se mata por amor, no se sabe de cacomixtle alguno que haya entregado su vida por un ideal, en cambio, abundan héroes que mueren por su patria, sabemos del despechado que se suicida por amor, del guarura que interpone su propio pecho entre la bala asesina y su custodiado…, en fin. Bien podríamos etiquetar la respuesta de Hegel como idealistas o ético-axiológica.

 

Por su parte, para Grossman, el hombre es el eslabón más desarrollado de la evolución de la vida hacia la libertad. Por supuesto, ambos planteamientos son cercanos a la postura de Carlos Marx, para quien el ser genérico del hombre está precisamente en el trabajo transformador, siempre y cuando se realice de manera consciente y libre.

 

Y quedan todavía otras respuestas a la pregunta por la esencia del ser humano:

 

Un noveno paquete podría incluir las posturas tecnológicas o posthumanistas que plantean que lo humano no es un destino cerrado, sino una plataforma biotécnica susceptible de expansión, fusión o superación. Autores como Donna Haraway (con su Manifiesto Cyborg) o Yuval Noah Harari sostienen que la especie humana está en proceso de convertirse en otra cosa, mediante inteligencia artificial, neurotecnología o ingeniería genética. El rasgo humano distintivo, en esta línea, no es una esencia fija, sino la capacidad de autoproyectarse, rediseñarse y exceder sus propios límites. El ser humano es un animal en transición. Los títulos de los dos primeros libros de Yuval condensan esta tesis: el primero fue Sapiens, de animales a dioses, y el segundo Homo deus.

 

Una décima categoría corresponde a las respuestas ecológico-relacionales o ecofilosóficas. Aquí lo distintivo no es lo que nos separa de la naturaleza, sino cómo nos relacionamos con ella. Pensadores como Gregory Bateson o Timothy Morton proponen que el ser humano debe entenderse como un nodo en una red de interdependencia ecológica, no como un sujeto autónomo. En vez de buscar la esencia en la excepcionalidad, estas posturas enfatizan la relacionalidad, la simbiosis y la coevolución. El ser humano, entonces, no es el “rey de la creación”, sino un ser entrelazado con todos los demás. Claro, esta postura se aproxima al pensamiento holístico oriental.

 

Y, para terminar, propongo una última respuesta —quizá no muy agradable, pero cada vez más difícil de ignorar—: lo que distingue al ser humano es que es la única especie con capacidad para extinguirse a sí misma de forma deliberada. Ningún otro ser viviente ha desarrollado un poder de destrucción tan vasto ni ha demostrado tal combinación de inteligencia técnica y ceguera moral. A diferencia de los desastres naturales o las extinciones masivas del pasado, la amenaza actual no proviene del cosmos ni del azar, sino de nuestra propia mano. Somos la única especie que ha construido los medios para su autoaniquilación: armas nucleares, colapsos ecológicos, sabotajes tecnológicos, desinformación global. Desde que la humanidad desarrolló armas termonucleares y las capacidades logísticas para desplegarlas a escala global, es decir, desde los años 50 del siglo XX, los bípedos parlantes tenemos la capacidad práctica de autodestruirnos. No se trata ya de un mito, castigo divino o ficción apocalíptica, sino de un hecho técnico e histórico. Se estima que con unas 200 bombas nucleares bien repartidas bastarían para desencadenar un invierno nuclear con consecuencias catastróficas para toda la humanidad. 200. Bien, a nivel global, la estimación más reciente (enero de 2025) cifra la cantidad total de ojivas nucleares en 12,241. El homo sapiens dispone hoy de un arsenal con el cual es capaz de autodestruirse más de 60 veces. Pertenecemos a la única especie hostil y suicida con superávit letal.


Tal vez haya que añadir un nuevo epíteto a nuestro nombre científico: homo sapiens demens, el sabio insensato. O quizá, para ser más claros, homo sui interficens, “el hombre que se mata a sí mismo”.

domingo, 20 de julio de 2025

Homo se quaerens

  

El hombre es, en efecto, el más cruel de todos los animales.

F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra.

 

 

Homo deus

 

Hace unos dos mil quinientos años, en los albores del racionalismo occidental, un señor llamado Protágoras, natural de Abdera, se animó a decir que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Inmediatamente hubo quien estuvo dispuesto a refutar este juicio, comenzando por el mismísimo Sócrates… Con todo, el hombre más sabio de Grecia —oráculo de Delfos dixit— no rebatió el planteamiento porque le pareciera una estupidez palmaria; por el contrario, se dio tiempo para discutirla razonablemente porque la consideró una afirmación perfectamente debatible.


Somos una especie tan arrogante que, durante mucho tiempo, tuvimos la certeza de habitar en el meritito centro del universo. Podrán decir ustedes que esas creencias son cosa del pasado, de gente ignorante, supersticiosa. Bueno, según una encuesta de Ipsos Global Advisor (2020), en la actualidad más menos una de cada cinco personas en el mundo cree que los humanos somos los únicos seres vivos del universo. Hoy por hoy, en pleno siglo XXI, varios siglos después de la revolución científica, no sólo nos asumimos dueños de todas las tierras emergidas del planeta, también del mar. Los países con costas ejercen soberanía marítima hasta doce millas náuticas, y más allá, las aguas internacionales son consideradas como “patrimonio común en beneficio de toda la humanidad”, o sea, dote no de todas las especies, no de los peces, no de las ballenas, no del plancton, nada más de nosotros… Lo mismo ocurre con el subsuelo, el espacio aéreo, el espectro radial… Los sapiens nos creemos dueños del mundo…, y también de la Luna, los demás cuerpos celestes y el espacio sideral, que son considerados, por nosotros mismos, “patrimonio común de la especie” —así se asienta en un tratado internacional de 1967—. Los sapiens nos decimos dueños también del espacio sideral.

 


El ser humano es una criatura tremendamente soberbia. Pruebas de ello abundan. Muchas religiones postulan que el universo entero existe para que el ser humano se condene o se redima. El hombre, según el zoroastrismo, tiene una misión cósmica: elegir el bien y colaborar en la renovación del mundo (frashokereti). Además, según un montón de corpus mitológicos y de religiones, somos seres hechos por la mano de dios. Para judeocristianismo, incluso, a su imagen y semejanza. En el Génesis está bien documentada esa arrogancia.

 

La presunción humana permite que hoy se valore como algo perfectamente razonable la tesis de que somos tan maravillosos que actualmente estamos mutando para dejar de pertenecer al reino animal y convertirnos en dioses. Tal es planteamiento central del libro Homo Deus: Breve historia del mañana (2015), de Yuval Noah Harari. El historiador israelí aduce que la humanidad está transitando hacia una nueva etapa en la que el ser humano dejará de tener en la supervivencia su principal foco y comenzará a buscar la divinización de sí mismo, es decir, a convertirse en un “hombre-dios” (homo deus) mediante la tecnología, la inteligencia artificial, la ingeniería genética y los avances biomédicos. La idea de que la humanidad —o por lo menos parte de ella— está “mutando a dioses” —impulsada por avances tecnológicos— es una narrativa contemporánea que mezcla transhumanismo, cientificismo y antiguas aspiraciones y miedos primordiales. Vuelvo al Génesis para recordar con qué argumento tentó la serpiente a Eva para que tomara el fruto del árbol prohibido: “… sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal.”

 

El cambio es profundo: ahora soñamos ser dioses prescindiendo de Dios.

 

 

Homo diurnus

 

En su obra Systema Naturae, para clasificar a todos los seres vivos, el naturalista y taxónomo sueco Carl Linnaeus (1707-1778) estableció el sistema moderno de nomenclatura binomial: género + especie. Por ejemplo, género: canis; especie: lupusCanis lupus, lobo. En la primera edición de su obra, 1735, Linneo catalogó en total unas diez mil especies, considerando animales, plantas y minerales, y entre todas ellas, por supuesto, a nosotros mismos. ¿Homo sapiens?

 

Homo sapiens: la presuntuosa autodenominación con la que, hasta hoy, pese a todo, nos seguimos sintiendo tan identificados proviene, al menos, de la Antigüedad Clásica: Aristóteles (s. IV a. C.) se definió a sí mismo y a sus congéneres como animales racionales: zōon logon echon. Sin embargo, veintiún siglos después, en principio ni siquiera para Linneo fue del todo evidente que la racionalidad sea nuestra característica distintiva. En las primeras ediciones de su libro, Linneo nos llamó de otra manera: Homo diurnus. Llamarnos así, “hombre diurno”, puede parecer una designación anodina, quizá zoológica, desatinada, pero tal vez revele la prudencia del sueco ante la tentación de glorificar a su propia especie. Al subrayar simplemente que la mayor parte de la gente realiza sus actividades durante el día, el naturalista optó por una característica observable, neutra, empírica, evitando atribuirnos de entrada atributos como la sabiduría o la racionalidad. La luz del día, además, remite simbólicamente al orden, a la vigilancia, a lo civilizado, en contraste con lo nocturno, lo oculto, lo salvaje. Con homo diurnus no sólo nos distinguía de los animales nocturnos, sino también de los “otros humanos” imaginados —los trogloditas, los salvajes mitológicos— que Linneo aún no se atrevía a clasificar. Tuvieron que pasar diez ediciones para que, acaso ya más confiado en los ideales ilustrados, se atreviera a rebautizar a nuestra especie como homo sapiens, el término del que tan orgullosos nos sentimos. Nos entregó, sin saberlo, una medalla con la inscripción del autoengaño.

 

 

Homo se quaerens

 

Quizá un día lleguemos a autodenominarnos de otra manera. Mientras tanto, seguimos usando como espejo una palabra que nos halaga. Nos gusta creernos sabios e incluso divinos. Pero si algo nos define con precisión es la obstinación con la que insistimos en autodefinirnos por lo que deseamos ser, y no por lo que somos: homo se quaerens, “el hombre que se busca a sí mismo”.

domingo, 13 de julio de 2025

¿Más democracia o fascismo?


 

Il vecchio mondo sta morendo.

Quello nuovo tarda a comparire.

E in questo chiaroscuro nascono i mostri.

Gramsci, Quaderni del carcere.

 

 

 

Extrañamos a los grandes porque el mundo se vuelve más ininteligible sin ellos.

 

Extraño a Chomsky. Ya no es posible verlo emanando luz. Hace poco más de dos años, por medio de videoconferencias y sobre todo de sus intervenciones en cualquier cantidad de podcast, todavía nos regalaba frecuentemente sus saberes. Pelo enmarañado, el rostro surcado, benévolo, un gesto exhausto e incisivo, y esa voz de abuelo lúcido con la que era capaz de explicar, con sencillez, gravedad y humor, las perversiones más intrincadas del imperialismo, las mañas de la ideología capitalista, los conflictos geopolíticos o las complejidades de la lingüística.

 

Y es que, como quizá sepa usted, en junio de 2023, con 94 años a cuestas, Chomsky sufrió un ictus por el cual perdió el habla y la movilidad en el lado derecho del cuerpo. Desde entonces, ha estado convaleciente en São Paulo, Brasil, bajo el cuidado de un equipo médico y de su esposa, la lingüista Valeria Wasserman. Hace un año, corrió el rumor de que había muerto. Varias agencias así lo reportaron y luego tuvieron que corregir. Chomsky está vivo, pero en silencio. Está consciente, reconoce rostros, sigue las noticias y, dicen, reacciona con dolor cuando ve imágenes del genocidio en Gaza. Pero su mente ya no nos ilumina, al menos no en tiempo real. Ya no nos acompaña día a día. Por eso lo echo tanto de menos.

 

Desde años antes de la pandemia, Noam Chomsky no perdía ocasión para hacernos saber que, si bien la historia jamás se repite, la humanidad se encuentra en un atolladero muy parecido al que se vivió en el período que abarcó de la Gran Depresión hasta el estallido de la II Guerra Mundial. A principios de 2021, Chomsky recordó que al inicio de los años treinta del siglo XX, el sistema colapsó por una depresión económica.

… se presentaban esencialmente dos posibles vías para salir del atolladero. Una salida era el fascismo, el cual alcanzó su horrible apogeo el país que entonces era la cumbre de la civilización occidental en las ciencias, en las artes, el país que era considerado el modelo de la democracia liberal: Alemania. En unos pocos años, ese país se convirtió en lo más atroz de la historia. La otra posible salida era la social democracia que se desarrollaba en Estados Unidos bajo el New Deal, con el apoyo de un tremendo empuje y presión popular.… No estamos en 1929, pero hay algunas similitudes y creo que podríamos encaminarnos a cualquiera de esas dos salidas.

En suma, más democracia o los horrores fascistas, advertía Chomsky. Hoy, cuatro años más tarde, ¿hacia qué lado se está cargando el péndulo? 

 

Hace apenas unos días en estas páginas, con la intención de ejemplificar la desvergüenza que estamos padeciendo en buena parte de los gobiernos de Occidente, señalaba yo el colosal descaro que tuvo el republicano Buddy Carter, para atreverse a presentar ante el Comité Noruego del Nobel la candidatura de Trump para el Premio Nobel de la Paz… Pues los hechos pronto minimizaron ese botón de muestra, porque, como seguramente usted supo, el criminal de guerra y primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, acaba de hacer lo mismo: pedir el Nobel de la Paz para el presidente yanqui. Belén Fernández, columnista de Al Jazeera, lo expresó así: “… quien actualmente impulsa y comanda el genocidio de palestinos en Gaza ha propuesto que el máximo galardón mundial por la paz se otorgue al principal facilitador de dicho genocidio”. 

 

¿Cómo ven? ¿Hacia dónde se dirige el planeta, más democracia o fascismo?

 

Un suceso más: el jueves pasado, el secretario de Estado estadunidense, Marco Rubio, anunció que Washington sancionaría a la relatora especial del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas para los Territorios Palestinos, Francesca Albanese, por sus esfuerzos para que la Corte Penal Internacional actúe y tome medidas contra funcionarios, empresas y ejecutivos estadunidenses e israelíes. O sea, y en pocas palabras: un país contra una persona. Y no cualquier país: el más poderoso del mundo. Y no contra cualquier persona: una funcionaria de la ONU.

 

¿Más democracia o fascismo?

 

Otro más: el mismo jueves 10 de julio, en abierta y declarada represalia por el juicio al expresidente de derechas Jair Bolsonaro, al que considera víctima de una “caza de brujas”, Trump ordenó la imposición de aranceles del 50% a Brasil.

 

¿Más democracia o fascismo?

 

Uno más… Trump declaró, también el mismo día, que había advertido por separado al presidente ruso, Vladimir Putin, y al presidente chino, Xi Jinping, que bombardearía sus respectivas capitales, Moscú y Beijing, si cualquiera de ellos invadía a sus vecinos.

 

Y una más, esta desde trasatlántica: el director general del Organismo Internacional de Energía Atómica, Rafael Grossi, declaró la semana pasada que Alemania podría desarrollar una bomba nuclear “en pocos meses”, pues el país dispone de la tecnología, uranio y conocimientos necesarios.

 

¿Más democracia o fascismo?

 

Regreso al paralelismo que estableció Chomsky entre el período que va de la Gran Depresión y el inicio de la II Guerra Mundial… En 1929, Ortega y Gasset publicó La rebelión de las masas; refiriéndose a los años treinta del siglo pasado, reportaba: “Ahora ya no sabemos lo que va a pasar mañana en el mundo, y eso secretamente nos regocija; porque eso, ser imprevisible, ser un horizonte siempre abierto a toda posibilidad, es la vida auténtica, la verdadera plenitud de la vida”.

 

Como ahora. Esa es la veta de esperanza: las cosas no van a seguir igual. Sí, la historia no se repite, pero la experiencia sirve. Recordemos que en México hace muy poco, apenas hace siete años, logramos cambiar el rumbo de los acontecimientos justo cuando todo parecía estar yéndose al garete. Como pasa ahora allá afuera, aquí, en el mundo.

Historia: indagación

La etimología de la palabra historia ilumina su significado más antiguo, muy distinto del que le damos hoy como “relato de hechos pasados”. Pierre Hadot (1922-2010) señala que “al parecer los presocráticos designaron a su procedimiento intelectual historia, es decir, indagación” (¿Qué es la filosofía antigua?), subrayando así su sentido originario como búsqueda activa del saber.

La palabra historia proviene del griego ἱστορία (historía), derivado de ἵστωρ (hístōr), que significa “el que sabe por haber visto”, “testigo”, o “el sabio, el juez”. Este sustantivo está relacionado con el verbo eidénai (οἶδα), que significa “saber” o “haber visto”. Por tanto, el histor es alguien que posee un conocimiento adquirido por experiencia directa o por un examen escrupuloso. En su sentido más antiguo, historia significaba entonces “indagación”, “averiguación”, “investigación”, es decir, se refería al proceso de buscar activamente conocimiento.

Cuando Heródoto (484 a. C. – 425 a. C.) —el “padre de la historia”— tituló su obra precisamente como Historiai (Ἱστορίαι): no se refería a “historias” en plural, como narraciones, sino a investigaciones. Su obra completa llevaba originalmente el título: Ἱστορίαι Ἡροδότου Ἁλικαρνησσέως, esto es, “Investigaciones de Heródoto de Halicarnaso”. Se trata de una obra de exploración crítica, no un simple relato cronológico.


Para los presocráticos, como afirma Hadot, el término historia designaba la indagación racional sobre el orden del cosmos, las causas de los fenómenos naturales, el origen de todas las cosas (archê), el devenir (génesis) y el ser. Filósofos como Anaximandro, Heráclito o Empédocles se veían a sí mismos como histōres, en tanto investigadores del ser y la naturaleza (phusis), y no como meros transmisores de mitos.

Con el tiempo, historia pasó de designar el acto de indagar al resultado de esa indagación: el conocimiento adquirido. Después, con el surgimiento de la historiografía romana y cristiana, el significado de la palabra se desplazó hacia el de relato ordenado de hechos pasados, conservando sólo en parte su sentido original.


martes, 8 de julio de 2025

Datalaxia, transparencia y burn-out

  

En Datalaxia: de la desinformación a la sobreinformación sostengo que la catarata incesante de datos y estímulos hipertrofia el equilibrio psíquico del sujeto contemporáneo, saturándolo hasta neutralizar su capacidad crítica.


Por su parte, Byung-Chul Han (La sociedad de la transparencia), desde otra vertiente, advierte que la transparencia total —como exigencia omnipresente de la sociedad neoliberal— nos despoja del derecho al secreto, a la opacidad. Ambos diagnósticos coinciden en que el exceso —sea de información o de visibilidad— actúa como una forma de violencia estructural contra el aparato psíquico de las personas. En su deseo de mostrarlo todo, la sociedad actual elimina las zonas de sombra donde germina lo verdaderamente espontáneo, lo libre, lo creativo. 


La exigencia de transparencia total, tal como la describe Byung-Chul Han, no sólo coincide con los mecanismos a los que aludo en Datalaxia, sino que puede entenderse como uno de sus motores fundamentales. En un entorno donde todo debe ser visible, compartido, trazable y mensurable, la producción compulsiva de datos se anuda perfecto con la obsesión de exhibición constante que anula tanto el pensamiento reflexivo como la intimidad psíquica. La datalaxia, entonces, no se limita sólo al exceso informativo, sino la consecuencia de una lógica que desconfía radicalmente de la reserva, del pudor, de lo interior, de lo no cuantificable. Así, la transparencia total no ilumina al alma humana: la encandila, la disuelve en una sobreiluminación que impide el reposo, la elaboración y la verdad propia. Escribe el surcoreano:

Sin duda, el alma humana necesita esferas en las que pueda estar en sí misma sin la mirada del otro. Lleva inherente una impermeabilidad. Una iluminación total la quemaría y provocaría una forma especial de síndrome psíquico de Burnout. Solo la máquina es transparente. La espontaneidad, lo que tiene la índole de un acontecer y la libertad, rasgos que constituyen la vida en general, no admiten ninguna transparencia.

Byung-Chul Han postula una variación psiquiátrica del síndrome de Burnout, también conocido como síndrome de desgaste profesional. Se trata de una afección relacionada con el estrés crónico en el entorno laboral. Según la Organización Mundial de la Salud, el Burnout se caracteriza por tres dimensiones principales: sensación de agotamiento o falta de energía, distanciamiento mental del trabajo o sentimientos de negativismo y cinismo hacia el trabajo, y reducción de la eficacia profesional. No es simplemente estar exhausto por el trabajo: es un estado sostenido de estrés emocional y físico que afecta tanto la salud como el rendimiento. El síndrome de Burnout fue definido por primera vez por el psicoanalista germano-estadounidense Herbert Freudenberger en 1974. Poco después, la psicóloga Christina Maslach profundizó el concepto y desarrolló el Maslach Burnout Inventory (MBI), una escala que se volvió estándar para evaluar el síndrome.  En 2019, la Organización Mundial de la Salud (OMS) incluyó por primera vez el burnout en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-11), como un fenómeno asociado al trabajo, aunque no lo clasificó como enfermedad mental.

domingo, 6 de julio de 2025

El fetiche y la condición humana

 

1. Hechizo

 

Fetiche proviene del francés fétiche, palabra que, a su vez, se deriva del portugués feitiço, “hechizo”: objeto encantado, embrujo. La voz lusitana aparece ya en textos del siglo XIII, y su uso se consolida en el siglo XIV. También en el portugués medieval, feitiço estaba vinculada a la idea de algo imposible de explicar por causas naturales, por lo que se atribuía a la intervención de algún demonio, la magia, la taumaturgia.

 


Por su lado, la voz portuguesa feitiço procede del latín facticius, que quiere decir “artificial” o “hecho por el hombre”, y tiene su origen en la palabra latina facticius, la cual surge de facere, “hacer” o “crear”, y del sufijo -icius, empleado para formar adjetivos que indican relación o pertenencia. Así que facticius expresa “hecho”, “fabricado”, algo que no surgió naturalmente, sino que fue producido por el trabajo humano. Todo fetiche es hechizo, cultural.

 

En la Antigua Roma, facticius calificaba algo como facticio, en oposición a lo que es espontáneo o natural. Los literatos latinos usaban el término para designar objetos, situaciones o cualidades que se consideraban fabricados o incluso postizos o fingidos. Ejemplo: Cicerón utilizó facticius para hablar de leyes “hechas” por el hombre; en De Legibus, contrapone las leyes facticias a las leyes naturales. Séneca empleaba facticius para hablar de emociones o actitudes no genuinas, impostadas. Así, en la Epístola 115 a Lucilio, critica el uso de un lenguaje demasiado elaborado y pulido, sin autenticidad. Luego, facticius tenía un sentido tanto descriptivo como valorativo. Todo fetiche es postizo.

 

 

2. Ficción

 

Aunque designan cosas distintas, fetiche —un objeto cargado de algún tipo de cualidad simbólica— y ficción —una narración inventada— se remontan a una raíz común. Fetiche, decíamos, proviene del portugués feitiço, derivado del latín facticius, “artificial”, que a su vez surge de facere, “hacer”. Por su parte, ficción procede del latín fictio, de fingere, “formar”, “modelar”. El verbo fingere desciende de la raíz indoeuropea dheigh-, que significa “amasar”, “dar forma”, y ahí está la conexión: se trata de la misma raíz de la que se deriva facere. Es muy probable que entre los primeros objetos fabricados por el ser humano debamos contar las piezas de barro. Ambas palabras se refieren a la experiencia de modelar o crear algo no natural: el fetiche como objeto creado al que se le atribuye determinado poder, la ficción como relato que entresaca determinados hilos de la enmarañada madeja del devenir para tramar historias. En el fondo, ambas, fetiche y ficción, expresan lo imaginado operando sobre lo real. Fetiche y ficción exhiben cómo lo que inventamos puede volverse más real que lo que simplemente es, y que la acción humana de fabricar necesariamente crea sentido: hacer es significar. Todo fetiche significa.




 

 

3. Fetichismo 

 

El concepto fetichismo fue acuñado por un aristócrata francés —conde de Tournay, barón de Montfalcon, y señor de Pregny y Chambésy, de Vezin y de Prévessin—, Charles de Brosses. Ilustrado multifacético, fue autor de algunas entradas de la Encyclopédie de Diderot y d'Alembert —LanguesMusiqueEtymologique—, creó el topónimo Polinesia para designar el conjunto de archipiélagos del Pacífico, emprendió expediciones geológicas en el Vesubio, paleontológicas —descubrió fósiles de ostras en los Alpes, hallazgo que le sirvió para argumentar que en el pasado los mares habían cubierto montañas— y arqueológicas —exploró las ruinas de Herculano—, tradujo textos del historiador romano Salustio, entabló amistad con Vivaldi y enemistad con Voltaire… En 1760, Charles de Brosses publicó Du culte des dieux fétiches, ensayo en el que construyó el término fetichismo para dar cuenta de lo que consideraba la forma religiosa más primitiva: rituales centrados en la veneración de objetos imbuidos de poder espiritual, una práctica que observó en algunos pueblos africanos —su estudio se refiere a una región subsahariana, a la que él llama Nigritie—.



Por supuesto, antes de que de Brosses conceptualizara el fetichismo, el término fétiche ya estaba presente en el francés: al menos desde principios del siglo XVII era empleado por viajeros y misioneros para describir objetos considerados sobrenaturales o encantados. François Pyrard de Laval, por ejemplo, en su relato Voyage de Pyrard de Laval aux Indes Orientales (1610), cuenta que los africanos “... adorent aussi des idoles qu'ils appellent fétiches...” En suma, si bien, desde principios del siglo XVII, el sustantivo fétiche era de uso común entre los europeos, el concepto fétichisme es una creación de Charles de Brosses.


 

 

 

4. Idólatras

 

En portugués arcaico, feito y feitiço se referían algo fabricado, con énfasis en lo ilusorio. Cuando surgió la palabra francesa fétiche, tomó esta última connotaciónpara referirse a un objeto dotado de poderes que excedían su propia naturaleza, es decir, sobrenaturales o mágicos, y se empleó especialmente en el contexto de las culturas africanas que los europeos conocieron desde los albores de la época colonialista. Así, fétiche nombraba objetos como talismanes, amuletos o ídolos a los que se atribuían propiedades de protección, influencia espiritual, hechicería… No es extraño pues que la primera vez que aparece la palabra fetiche en un diccionario de nuestro idioma, en 1787 en el Diccionario castellano de Esteban de Terreros y Pando (tomo III, p. 147), haya sido con una sola acepción:

FETICHE. s. m. Ídolo de los negros. Fr. Fétiche. Lat. Idolum nigritarum. It. Feticcio.

Esta definición expresa a las claras la postura colonial eurocéntrica del siglo XVIII. Casi un cuarto de milenio después, el significado de fetiche no ha variado gran cosa; en la edición más reciente del Diccionario de la lengua española de la RAE se define así: “Ídolo u objeto de culto al que se atribuyen poderes sobrenaturales, especialmente entre los pueblos primitivos”. Consecuentemente, como sinónimos apunta: talismán, amuleto, mascota, tótem, filacteria, ídolo.



Pero un fetiche, lejos de ser un objeto exótico, cosa de “pueblos primitivos”, paganos e idólatras, expone una verdad más amplia: todo aquello que fabricamos adquiere un cierto poder. Lo hecho por el hombre no es sólo artificial, es simbólico, hechizo y hechizante. En el fetiche, lo imaginario se ancla en lo material. Todo fetiche es hechizo, y todo hechizo, trabajo humano disfrazado.

 

 

5. Mercancía

 

En realidad, ningún pueblo primitivo vivió, como nosotros en la actualidad, ni con tantos fetiches ni tan sometidos a ellos. ¿Por qué lo digo? 

 

Primero, cito el íncipit de El capital (1867): “La riqueza de las sociedades en que impera el modo de producción capitalista aparece como ‘una enorme colección de mercancías’…” En el segundo párrafo, Marx ataja una discusión boba: una mercancía es un objeto que se halla en la realidad concreta, una cosa que, dadas sus propiedades, satisface necesidades de la gente. “La naturaleza de esas necesidades, bien provengan del estómago o de la fantasía, no cambia en nada el asunto”.

 


Enseguida, recordemos que Marx —también en el capítulo inicial del primer tomo de El capital— advierte que una mercancía es “un objeto muy complicado, lleno de sutilezas metafísicas y teológicas”. El carácter oculto de toda mercancía consiste “en que refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos mismos del trabajo”, esto es, “… es la relación social determinada de los mismos hombres la que adopta [en la mercancía] la forma fantasmagórica de una relación entre las cosas”. La mercancía es una gran ilusión capitalista. Se presenta como cosa dada, aunque en realidad es relación social, histórica, cargada de pensamiento, de sudor y trabajo humano. No muestra ese linaje, lo oculta. Las relaciones entre personas se presentan como relaciones entre cosas, ocultando la explotación y haciendo que el sistema parezca natural. Una silla, un iPhone, un trapo, un automóvil, un libro aparecen no como lo que son —el resultado de un proceso laboral específico, mediado por relaciones de producción determinadas—, sino como algo valioso por sí mismo. “Las relaciones sociales entre los trabajos de los productores aparecen como relaciones sociales entre los productos del trabajo”. Por ello, Marx sostiene que la mercancía en el sistema capitalista adquiere un carácter esencialmente fetichista. Así como en las religiones —ojo, primitivas y actuales— se da por sentado que ciertos objetos tienen propiedades sobrenaturales, en el capitalismo todas las mercancías circulan en el mercado con una especie de valor autónomo, como si este emanara de ellas por sí mismo. No puede ser de otra manera: el trabajo humano dota a la cosa de sentido.

 

 

6. Desmentida

 

Si bien no desarrolló una teoría específica sobre el fetichismo como entidad clínica independiente, Richard von Krafft-Ebing en su libro pionero Psychopathia Sexualis (1886) incluyó el fetichismo como una parafilia. Mencionó algunas conductas, como la fascinación por prendas íntimas, como síntomas aislados dentro de categorías más amplias como la parastesia sexual o las perversiones. Con todo, en su ensayo “Le fétichisme dans l'amour” —Revue Philosophique, 1887—, el psicólogo francés Alfred Binet fue quien se encargó de trasladar plenamente el término fetiche al campo de la psicosexualidad. Binet describió casos de excitación sexual asociada a objetos específicos —un zapato, una prenda de vestir—; fue el primero en definir el fetichismo sexual como un fenómeno psicológico autónomo, con un mecanismo causal —una asociación accidental durante experiencias eróticas tempranas—, con lo que sistematizó el concepto y lo separó de otras perversiones.


 

Sigmund Freud retoma el término y lo integra a su teoría del inconsciente y de la sexualidad infantil. En 1905 —Tres ensayos sobre teoría sexual— se refiere por primera vez el fetichismo como una variante de la pulsión sexual que surge en la infancia, vinculada a una impresión persistente. Dos años después, en Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, aunque no se centra en el fetichismo, incluye apuntes sobre formaciones sustitutivas simbólicas en la sexualidad. Es en Fetichismo, de 1927, que desarrolla su análisis más sistemático y amplio sobre el tema, en el que establece que el fetiche funciona como sustituto del pene materno ausente, como mecanismo defensivo frente a la castración. Finalmente, en uno de sus últimos textos, La escisión del yo en el proceso de defensa (1938), liga el fetiche con un concepto clave para entender la condición humana, la desmentida (Verleugnung), que no es negación inconsciente, sino un rechazo consciente de la realidad que coexiste con su reconocimiento inconsciente, generando una división estructural en el yo. Freud explica que el fetichismo surge como compromiso psíquico para evitar el conflicto entre el deseo y la realidad, necesariamente traumática. La escisión del yo surge como mecanismo de defensa ante este conflicto. En el caso del niño sorprendido masturbándose y amenazado con castración, su yo responde con una solución paradójica: desmiente la realidad objetiva creando un fetiche que “niega” simbólicamente la falta de pene femenino —permitiéndole continuar la satisfacción pulsional—, mientras reconoce simultáneamente el peligro, manifestando angustia ante el padre —regresada a miedo arcaico— y algunos síntomas somáticos. Esta doble operación fractura permanentemente el yo: el fetiche preserva la ilusión de integridad genital, pero la angustia y los síntomas delatan la aceptación inconsciente de la amenaza. Así, el fetichismo revela un fallo en la síntesis yoica, donde la desmentida y el reconocimiento coexisten como verdades escindidas, demostrando que el yo, a costillas de su unidad misma, puede operar con contradicciones irreconciliables: aceptar y rechazar la realidad.

 

 

Síntoma de humanidad

 

El fetiche, en su travesía semántica desde el facticius latino hasta la Verleugnung freudiana, desvela una paradoja humana: fabricar es significar, y al mismo tiempo velar el origen de ese significado. Al igual que cualquier objeto culturalmente investido —el talismán, el iPhone o el sustituto psíquico del pene—, el fetiche, como el mundo, encarna nuestra pulsión por anclar lo intangible en lo material: el hechizo que transforma barro en símbolo, la ficción que teje relatos en el caos, la mercancía que enmascara relaciones sociales bajo un aura autónoma. En esta tensión entre imaginación y realidad fracturada, el fetiche se erige no como anomalía, sino como espejo de la condición humana: somos seres que modelan su verdad en arcilla, y luego confunden la arcilla con la verdad.