Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 20 de julio de 2025

Homo se quaerens

  

El hombre es, en efecto, el más cruel de todos los animales.

F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra.

 

 

Homo deus

 

Hace unos dos mil quinientos años, en los albores del racionalismo occidental, un señor llamado Protágoras, natural de Abdera, se animó a decir que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Inmediatamente hubo quien estuvo dispuesto a refutar este juicio, comenzando por el mismísimo Sócrates… Con todo, el hombre más sabio de Grecia —oráculo de Delfos dixit— no rebatió el planteamiento porque le pareciera una estupidez palmaria; por el contrario, se dio tiempo para discutirla razonablemente porque la consideró una afirmación perfectamente debatible.


Somos una especie tan arrogante que, durante mucho tiempo, tuvimos la certeza de habitar en el meritito centro del universo. Podrán decir ustedes que esas creencias son cosa del pasado, de gente ignorante, supersticiosa. Bueno, según una encuesta de Ipsos Global Advisor (2020), en la actualidad más menos una de cada cinco personas en el mundo cree que los humanos somos los únicos seres vivos del universo. Hoy por hoy, en pleno siglo XXI, varios siglos después de la revolución científica, no sólo nos asumimos dueños de todas las tierras emergidas del planeta, también del mar. Los países con costas ejercen soberanía marítima hasta doce millas náuticas, y más allá, las aguas internacionales son consideradas como “patrimonio común en beneficio de toda la humanidad”, o sea, dote no de todas las especies, no de los peces, no de las ballenas, no del plancton, nada más de nosotros… Lo mismo ocurre con el subsuelo, el espacio aéreo, el espectro radial… Los sapiens nos creemos dueños del mundo…, y también de la Luna, los demás cuerpos celestes y el espacio sideral, que son considerados, por nosotros mismos, “patrimonio común de la especie” —así se asienta en un tratado internacional de 1967—. Los sapiens nos decimos dueños también del espacio sideral.

 


El ser humano es una criatura tremendamente soberbia. Pruebas de ello abundan. Muchas religiones postulan que el universo entero existe para que el ser humano se condene o se redima. El hombre, según el zoroastrismo, tiene una misión cósmica: elegir el bien y colaborar en la renovación del mundo (frashokereti). Además, según un montón de corpus mitológicos y de religiones, somos seres hechos por la mano de dios. Para judeocristianismo, incluso, a su imagen y semejanza. En el Génesis está bien documentada esa arrogancia.

 

La presunción humana permite que hoy se valore como algo perfectamente razonable la tesis de que somos tan maravillosos que actualmente estamos mutando para dejar de pertenecer al reino animal y convertirnos en dioses. Tal es planteamiento central del libro Homo Deus: Breve historia del mañana (2015), de Yuval Noah Harari. El historiador israelí aduce que la humanidad está transitando hacia una nueva etapa en la que el ser humano dejará de tener en la supervivencia su principal foco y comenzará a buscar la divinización de sí mismo, es decir, a convertirse en un “hombre-dios” (homo deus) mediante la tecnología, la inteligencia artificial, la ingeniería genética y los avances biomédicos. La idea de que la humanidad —o por lo menos parte de ella— está “mutando a dioses” —impulsada por avances tecnológicos— es una narrativa contemporánea que mezcla transhumanismo, cientificismo y antiguas aspiraciones y miedos primordiales. Vuelvo al Génesis para recordar con qué argumento tentó la serpiente a Eva para que tomara el fruto del árbol prohibido: “… sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal.”

 

El cambio es profundo: ahora soñamos ser dioses prescindiendo de Dios.

 

 

Homo diurnus

 

En su obra Systema Naturae, para clasificar a todos los seres vivos, el naturalista y taxónomo sueco Carl Linnaeus (1707-1778) estableció el sistema moderno de nomenclatura binomial: género + especie. Por ejemplo, género: canis; especie: lupusCanis lupus, lobo. En la primera edición de su obra, 1735, Linneo catalogó en total unas diez mil especies, considerando animales, plantas y minerales, y entre todas ellas, por supuesto, a nosotros mismos. ¿Homo sapiens?

 

Homo sapiens: la presuntuosa autodenominación con la que, hasta hoy, pese a todo, nos seguimos sintiendo tan identificados proviene, al menos, de la Antigüedad Clásica: Aristóteles (s. IV a. C.) se definió a sí mismo y a sus congéneres como animales racionales: zōon logon echon. Sin embargo, veintiún siglos después, en principio ni siquiera para Linneo fue del todo evidente que la racionalidad sea nuestra característica distintiva. En las primeras ediciones de su libro, Linneo nos llamó de otra manera: Homo diurnus. Llamarnos así, “hombre diurno”, puede parecer una designación anodina, quizá zoológica, desatinada, pero tal vez revele la prudencia del sueco ante la tentación de glorificar a su propia especie. Al subrayar simplemente que la mayor parte de la gente realiza sus actividades durante el día, el naturalista optó por una característica observable, neutra, empírica, evitando atribuirnos de entrada atributos como la sabiduría o la racionalidad. La luz del día, además, remite simbólicamente al orden, a la vigilancia, a lo civilizado, en contraste con lo nocturno, lo oculto, lo salvaje. Con homo diurnus no sólo nos distinguía de los animales nocturnos, sino también de los “otros humanos” imaginados —los trogloditas, los salvajes mitológicos— que Linneo aún no se atrevía a clasificar. Tuvieron que pasar diez ediciones para que, acaso ya más confiado en los ideales ilustrados, se atreviera a rebautizar a nuestra especie como homo sapiens, el término del que tan orgullosos nos sentimos. Nos entregó, sin saberlo, una medalla con la inscripción del autoengaño.

 

 

Homo se quaerens

 

Quizá un día lleguemos a autodenominarnos de otra manera. Mientras tanto, seguimos usando como espejo una palabra que nos halaga. Nos gusta creernos sabios e incluso divinos. Pero si algo nos define con precisión es la obstinación con la que insistimos en autodefinirnos por lo que deseamos ser, y no por lo que somos: homo se quaerens, “el hombre que se busca a sí mismo”.

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