Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

miércoles, 30 de abril de 2014

Los primeros mexicanos I

Habitación de Montaigne
Recapitulo: contaba en la entrega anterior que, apenas transcurridos unos setenta años de la caída del imperio azteca, Montaigne escribió en el último de sus Ensayos que, al nacer, los mexicanos eran bienvenidos a la existencia con la siguientes palabras: “Hijo, viniste al mundo para pasar trabajos: resiste, sufre y calla”. Y alegaba yo que al traer a cuento como ejemplo de estoicismo a los mexicanos el renacentista francés no podía estarse refiriendo a otros sino a la población originaria de estas tierras, esto es, a los indígenas. A finales del siglo XVI, México no existía ni como unidad política ni como entidad cultural: corrían los primeros años de la Nueva España y del mestizaje, y con el gentilicio Montaigne sólo aludía a los mexicanos que ya lo eran desde antes de la llegada de las huestes de Cortés y sus aliados a la gran Tenochtitlán, esto es, a los mexicas, y sólo por extensión al resto de los pueblos oriundos de estas tierras del Nuevo Mundo. ¿Desde cuándo entonces y por quiénes comenzó a emplearse el adjetivo mexicano para denominar a todos los nacidos en lo que luego se llamaría, efectivamente, México?

Íñigo de Loyola
En 1533 sucedió que, en Inglaterra, el monarca Enrique VIII fue excomulgado por el Papa Clemente VII; en Perú, el último emperador inca, Atahualpa, fue ejecutado por los soldados de Francisco Pizarro; y en la ciudad de México el obispo Juan de Zumárraga fundó el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, en donde fray Bernardino de Sahagún enseñaría latín a algunos sobrevivientes de la antigua aristocracia azteca. Es el mismo año en el cual nació Michel Eyquem de Montaigne en Burdeos, a menos de seiscientos kilómetros de distancia de París, ciudad asiento de la Universidad en la cual un español llamado Íñigo organizaba entonces al grupo de estudiantes con el cual un año después fundaría la Sociedad de Jesús. Íñigo de Loyola se cambiaría después el nombre por Ignacio, y su grupo, siete años después sería reconocida por el Papa Pablo III como una nueva orden religiosa, la Compañía de Jesús.

Los primeros jesuitas llegan a la Nueva España en 1572. Imprenta, libros, enseñanza, colegios, misiones, evangelización, humanismo y luces…; mucho se debe a la labor de la Compañía de Jesús. Casi dos siglos después de su arribo a territorios novohispanos, en 1748 un joven de 17 años llamado Francisco Xavier y apellidado Clavigero —con “g”, como él lo escribía— ingresó a las filas de la orden. Hijo de un español funcionario de la Corona y de una criolla, Francisco había nacido en el puerto de Veracruz. Tomaría los hábitos sacerdotales en 1755. Para entonces ya era un erudito, un hombre que, como muchos de sus compañeros jesuitas, se dedicaba de lleno a lo que hoy llamaríamos vida académica. Enseñó en la Ciudad de México, en el Colegio de San Javier en Tepotzotlán y después en Valladolid —en donde fue maestro de filosofía de un tal Miguel Hidalgo y Costilla—, de donde sería trasladado a Guadalajara, capital de Nueva Galicia y segunda ciudad más importante del virreinato de la Nueva España.  Ahí se encontraba el 25 de junio de 1767, día en el que el virrey Teodoro de Croix concretó la orden de Carlos III de expulsar de los territorios de la Corona española todos a los soldados de la Compañía de Jesús, sin excepción —para entonces ya habían sido expulsados también de Brasil (1754), de Portugal (1759) y de Francia (1764)—. Todos los jesuitas, apenas con la ropa que llevaban puesta y una muda más, fueron enviados a Veracruz, y de ahí se les embarcó rumbo a Europa. Lo mismo estaba ocurriendo a lo largo y ancho de Hispanoamérica. Más de dos mil doscientos religiosos fueron expatriados; en el caso de la Provincia Mexicana, según el puntual Catálogo compendiado por el padre Rafael de Zelis —también veracruzano—, fueron 678, de los cuales la mayoría —464, esto es, el 68%— habían nacido en América. Expatriados de su patria, de su terruño, casi todos los jesuitas novohispanos, luego de una breve estadía en la isla de Córcega, fueron a parar a Bolonia, entre otros, Francisco Xavier Clavigero.

El padre Clavigero ya no volvería vivo del exilio: morirá en 1787 allá en Bolonia, meses antes de cumplir 56 años. Él, quien como sus compañeros SJ novohispanos provenía de la élites terratenientes, mercantiles y mineras de las principales ciudades del rico Virreinato, dejaría este mundo siendo un hombre pobre, despojado incluso de su condición de jesuita —Clemente XIV había dictado la supresión de la Compañía de Jesús en 1773—.  En fin, se fue sin llevarse nada como todos lo haremos tarde que temprano, pero, a diferencia de la mayoría, dejó algo muy importante: una obra historiográfica monumental, imprescindible para comprender el pasado de lo que hoy es este país; en especial debemos destacar un título, su Historia Antigua de México, publicada por primera vez en 1780, en italiano. Y justo en el texto con que da inicio el primero de tres volúmenes, una presentación dirigida a la Real y Pontificia Universidad de México, Francisco Xavier Clavigero, el criollo veracruzano expatriado, establece de lo que se trata su libro y se presenta: “Una historia de México escrita por un mexicano…” Y va más allá: critica “el descuido de nuestros antepasados con respecto a la Historia de nuestra patria.” Por si no hubiera quedado suficientemente claro, en el Prefacio, el abate Clavigero declara que ha escrito la obra “para servir a mi patria”.


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