Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

jueves, 31 de julio de 2014

La mal-versión de Malinche I

El juicio que hacemos de la Malinche es atroz: “el pueblo mexicano no perdona su traición. Ella encarna lo abierto, la chingada”. Llamamos malinchistas “a todos los contagiados por tendencias extranjerizantes”, explica Paz (El Laberinto de la Soledad, 1950); “son los partidarios de que México se abra al exterior: los verdaderos hijos de la Malinche, que es la Chingada en persona”.

Sin embargo, el juicio que hacemos de la Malinche es inicuo. Mal-versión de los hechos, mal-versificación del pasado.
Cortés y la Malinche (detalle). José Clemente Orozco, 1926.
La debacle del imperio Culhúa-Mexica sólo pudo concretarse porque Hernán Cortés era un desobediente. Diego de Velázquez, compadre suyo y gobernador de Cuba, le había ordenado que realizara un viaje de exploración, no de conquista. Además, por escrito y con todas sus letras, había prohibido a todos los expedicionarios que durante la comisión tuvieran “coito carnal con ninguna mujer, fuera de nuestra ley”. Peccata minuta: ya desde aquellos primerísimos mandatos los inminentes conquistadores encontraron la forma de acatar sin cumplir lo que se les instruía: si el impedimento era que las deseadas nativas estuvieran “fuera de nuestra ley”, el remedio se hallaba al alcance de la mano: el bautizo fast trak de las indígenas. Consigno esto porque tal sacramento fue el primer designio que el extremeño desobediente decidió para la Malinche, medida con la cual, sin saberlo, la involucró en su vida y en la historia de México.

A mediados de abril de 1519, algunos caciques de la región de Tabasco, después de ser derrotados en Centla, decidieron hacer las paces con los misteriosos extranjeros y sus grandes bestias y armas de fuego, y para dejar evidencia de su buena voluntad tuvieron a bien enviarles algunos obsequios. Además de alimentos, animales y ornamentos, aquella ocasión los europeos recibieron veinte esclavas, a quienes, faltaba más, ipso facto bautizaron. Bernal Díaz del Castillo recuerda que a la que se llamaba Malinali o Malintzin por nombre cristiano le pusieron Marina. Como era “de buen parecer, entrometida y desenvuelta”, Cortés decidió dársela a Hernández de Portocarrero, uno de los principales que lo acompañaba en su aventura. Poco le duraría el gusto al hidalgo aquel… Semanas después, ya en Ulúa, la joven, quien entonces tendría unos quince años, mostró su enorme valía: no sólo sabía hablar maya, la lengua de los indios que habían retenido en cautiverio a Jerónimo de Aguilar durante ocho años, también hablaba el idioma de los nativos que encontraron después de navegar hacia el norte bordeando la costa, el náhuatl, el mismo en que discurrían los emisarios del gran tlatoani de México-Tenochtitlán, Motecuhzoma Xocoyotzin. Al advertir que doña Marina, a quien todos le decían Malinche, era bilingüe, Cortés “le prometió más que libertad si le trataba de verdad entre él y aquellos de su tierra” (Conquista de México, Francisco López de Gómara, 1552). Ella aceptó, así que desde entonces se convirtió en la lengua en náhuatl de don Hernán, primero por intermediación de Aguilar, quien le traducía del castellano al maya y viceversa, y luego ya sin necesidad de guajes para nadar, porque la muchacha pronto aprendió el idioma de Castilla. Claro, alguien salía sobrando, y el capitán actuó pronto: a finales de julio despachó a Hernández de Portocarrero a España. Hernán Cortés envió al otro lado del gran océano al hasta entonces tenedor de doña Marina y a Francisco de Montejo en calidad de sus procuradores ante Carlos V. Además de los primeros tesoros, aquel par llevó consigo un documento fechado el 10 de julio en la recién fundada Villa Rica de la Vera Cruz, la llamada Carta del cabildo, en que Cortés narraba sus peripecias, desde los preparativos en Cuba, hasta la fundación de Veracruz, pasando por el desembarco en Cozumel y los primeros encuentros con los naturales de Yucatán y Tabasco. Ni en esta ni en las siguientes tres Cartas de relación el extremeño menciona por su nombre a doña Marina. Ni así, en cristiano, ni de otra forma, Malinali o Malitzin, y mucho menos Malinche, pese a que su participación en los siguientes hechos, que ya todos juntos y tramados la historiografía suele etiquetar como la Conquista, resultaría destacada, sustancial me parece, indiscutiblemente protagónica, al punto de que los propios mexicanos, quiero decir, no nosotros, sino aquellos, los conquistados, los gobernados por el señor de México-Tenochtitlán, los mismos que llamaban Tonatío a Pedro de Alvarado, apodaron a Cortés con el mote de su lengua, amante y aliada, Malinche
“Antes que más pase adelante quiero decir cómo en todos los pueblos por donde pasamos y en otros donde tenían noticia de nosotros, llamaban a Cortés Malinche, y así lo nombraré de aquí a adelante, Malinche, en todas las pláticas que tuviéramos con cualesquier indios, así de esta provincia de Tlaxcala como de la ciudad de México, y no le nombraré Cortés sino en parte que convenga. Y la causa de haberle puesto este nombre es que como doña Marina, nuestra lengua, estaba siempre en su compañía, especialmente cuando venían embajadores o pláticas de caciques, y ella lo declaraba en la lengua mexicana, por esta causa le llamaban a Cortés el Capitán de Marina y para más breve le llamaron Malinche.”
Así lo narra Bernal en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1568), y Margo Glantz hace hincapié en la yuxtaposición que tuvo que operar entre la intérprete, la lengua, y el interpretado, don Hernán, para que apareciera en escena el Capitán Malinche, hoy borrado por la versión hegemónica de lo sucedido.

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