Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

viernes, 4 de julio de 2014

El primer mexicano simbólico: Naia

¿Quién fue el primer mexicano? Dar respuesta a esta pregunta supone, necesariamente, una serie de abstracciones, primero, y luego construcciones conceptuales. Abstraer para pescar de entre todos los elementos que uno perciba solamente aquellos que consideremos como esenciales, para enseguida formular con ellos conceptos, esto es, concretar el pensamiento en palabras para encapsular conclusiones en definiciones. Claro, dichas faenas mentales no pueden llevarse a cabo desde una situación etérea; más bien se realizan tomando posiciones, lo cual obliga a desechar otras, por lo cual más vale asumir tales posturas de la forma más consciente posible. Por ejemplo, un posicionamiento podría ser el siguiente: entender por mexicano al habitante de este lugar que actualmente llamamos así, México. Mexicanos somos los de aquí, pues.

Hace unos años publiqué un pequeño ensayo titulado “La identidad espacial de México” (Este país, diciembre de 2007), en el cual argumentaba:
El espacio es una variable de la identidad de una persona -identidad psicológica- y en la identidad cultural de una comunidad social. En principio, la dimensión espacial de la identidad se refiere evidentemente al espacio que cada entidad ocupa. La identidad espacial de una persona y de una comunidad social -desde un grupo de vecinos hasta una organización transnacional como podría ser un grupo de países, pasando por los niveles de localidad, región y nación- se compone de datos objetivos que percibimos de la realidad, y de factores subjetivos, al menos de tres tipos: cognitivos, afectivos y valorativos. La identidad espacial puede entenderse como un complejo sistema de relaciones que tiene como referencia un territorio específico: en dicho sistema, además de prácticas de pertenencia a un lugar determinado por fronteras, reales o imaginarias, toman parte un sinnúmero de representaciones del territorio.
En su hermoso texto “Visión de Anáhuac”, Alfonso Reyes establece qué es lo que desde su perspectiva nos da continuidad a los mexicanos de hoy día respecto a la gente que habitaba Tenochtitlán antes de la llegada de los españoles:
Cualquiera que sea la doctrina histórica que se profese (y no soy de los que sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena, y ni siquiera me fío demasiado en perpetuaciones de la española), nos une con la raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa; esfuerzo que es la base bruta de la historia. Nos une también la comunidad, mucho más profunda, de la emoción cotidiana ante el mismo objeto natural. El choque de la sensibilidad con el mismo mundo labra, engendra un alma común. Pero cuando no se aceptara lo uno ni lo otro -ni la obra de la acción común, ni la obra de la contemplación común-, convéngase en que la emoción histórica es parte de la vida actual, y, sin su fulgor, nuestros valles y nuestras montañas serían como un teatro sin luz.
Si partimos pues de esta premisa, la dimensión espacial, habría que decir que los primeros mexicanos fueron los nómadas de origen asiático que llegaron del norte del continente para quedarse aquí, en Mesoamérica, hace unos veinte mil años. En dado caso, el primer mexicano sería prehistórico, anónimo e imposible de mentar. Sin embargo, podría echarse mano de un personaje simbólico, a partir de un referente concreto, más que histórico, arqueológico.

Durante mucho tiempo se consideró al Hombre de Tepexpan, un esqueleto encontrado en 1947 en el lago de Texcoco, como el testimonio más antiguo de vida humana en el territorio que hoy ocupa nuestro país. Error: el Hombre de Tepexpan, que a la larga resultó ser mujer, vivió por estos lares hace aproximadamente seis mil años, de tal forma que no, el esqueleto de otra fémina localizado en 1959 en el oriente del Distrito Federal es más antiguo. La llamada Mujer del Peñón de los Baños vivió hace unos once mil años, según el trabajo de fechamiento realizado en 2002 por un equipo interdisciplinario de investigadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia y de la Universidad de Liverpool. Pero el carácter de primera mexicana le duró poco a la Mujer del Peñón, porque hace apenas unas semanas fue desplazada.

Los restos óseos humanos más antiguos no sólo de Mesoamérica sino de todo el continente han sido localizados en una cueva inundada, cerca de Tulum, en el estado de Quintana Roo. El sitio arqueológico, una especie de cápsula de tiempo natural, se conoce como Hoyo Negro, y en él los arqueólogos subacuáticos del INAH han encontrado también restos de casi treinta mamíferos -once de ellos del Pleistoceno Tardío, como un tigre dientes de sable, un perezoso de tierra y un tapir gigante-. En cuanto al esqueleto humano, se trata de una joven que alcanzó a vivir unas quince primaveras, hace más de doce mil años. Afortunadamente, en vez de llamarla la Mujer de Hoyo Negro, los investigadores del INAH tuvieron el tino de ponerle un nombre, Naia.


Gracias a las condiciones en que se hallaba Naia fue posible la conservación de ADN mitocondrial, del cual se obtuvo la información que permite confirmar su linaje: “los resultados indicaron que se trata de una joven de origen asiático (Beringio) del haplogrupo (cromosoma materno) D, identificado con las migraciones que llegaron a América desde Siberia”, detalla el boletín del INAH.

Así como puede afirmarse que todos los seres humanos venimos de África, Naia, la primera mexicana simbólica, nos cuenta que nuestro origen es siberiano

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