Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

miércoles, 9 de julio de 2014

El primer mexicano simbólico: ¿Morales?

¿Quién fue el primer mexicano? En la entrega anterior sugeríamos que Naia, una mujer que vivió hace más de doce mil años. Claro, aquello era la prehistoria, la inmensa oscuridad de pre-textos de la que provenimos todos.

Podría aventurarse una segunda posible respuesta a partir del siguiente planteamiento: ¿estaría usted de acuerdo en que un mexicano típico habla español, profesa un catolicismo más bien heterodoxo por no decir sobradamente permisivo, está sustancialmente influenciado por una o varias tradiciones indígenas y en su comportamiento demuestra un fuerte arraigo a su entorno territorial? No estoy aventurando una definición identitaria, sencillamente propongo algunos trazos mínimos para figurar la silueta de un personaje simbólico. Si partimos de tal perfil, el primer mexicano no pudo existir antes de que el castellano llegara al territorio que hoy ocupa México.

Suele considerarse que Francisco Hernández de Córdoba (c. 1475-1517) “descubrió” las tierras continentales de lo que actualmente es nuestro país. Efectivamente, él capitaneó al primer contingente de españoles que zarpó de Cuba hacia el poniente “a buscar y descubrir tierras nuevas”, usando las palabras de Bernal Díaz del Castillo (1496-1584), quien participó en aquella expedición. El 8 de febrero de 1517 levaron anclas en el puerto de Jaruco, y después de veintiún días de navegación, muchos de ellos dedicados exclusivamente a no hundirse, avistaron un panorama que debió de dejarlos mucho más que estupefactos: no sólo tierra firme, sino también una pequeña ciudad, es decir, algo que los europeos nunca antes habían encontrado en el Nuevo Mundo: desarrollo civilizatorio. Cuenta Bernal que los naturales se acercaron a los barcos con gestos amistosos y con un grito que se repetía: “¡Conex c’toch!”. Bernal traduce: “Andad acá a mis casas”. Como recordará el lector, aquel recibimiento no sólo sirvió para ponerle nombre cristiano al sitio —Cabo Catoche—, sino también y en primer lugar como parte del estratagema que usaron los indígenas para engañar a los españoles, porque una vez que desembarcaron los mayas arremetieron contra ellos: muchos expedicionarios perecieron ahí, y los sobrevivientes se embarcaron de nuevo para salvar el pellejo. De vuelta, harían escala en algún punto de la Florida, en donde también fueron recibidos violentamente. Un desastre: de los 110 hombres que participaron en la aventura, menos de la mitad retornaron vivos. El propio don Francisco moriría diez días después de haber regresado a Cuba.

Como haya sido, Hernández de Córdoba llegó en 1517 a las costas de Yucatán y desembarcó en una región que hasta entonces no formaba parte del ecúmeno occidental. La clave que permite explicar su trascendental hallazgo, está en el nombre de uno de los pilotos de su flotilla, Antón de Alaminos. Oriundo de Palos de la Frontera, este navegante había acompañado a Colón en sus dos últimos viajes al Nuevo Mundo, y recordaba algo importante…

En 1502, es decir, diez años después del primer encontronazo con el Nuevo Mundo, Colón emprendería su cuarto y último viaje trasatlántico. Salió de Cádiz a principios de mayo, y para finales de julio exploraba el litoral atlántico de lo que actualmente llamamos Centroamérica. En las cercanías de Guanaja, una ínsula ubicada a unos setenta kilómetros de las costas de Honduras, el Almirante y su hermano Bartolomé se toparon con una barca de mercaderes mayas: conocieron entonces el cacao y entendieron que al oeste se encontraba una gran comarca, llamada Maia o Maiam. Colón no seguiría aquella pista, pero Alaminos conservaría el recuerdo…

Con todo, las naves de Hernández de Córdoba, guiadas por Alaminos, no fueron las primeras que alcanzaron el litoral yucateco: diez años antes, otro compañero de don Cristóbal ya lo había logrado.

Vicente Yáñez Pinzón (1462-1514) -capitán de La Niña en el primer viaje de Colón- fue uno de los insignes hombres de mar convocados por el rey Fernando a la junta celebrada en Burgos en marzo de 1507, en la que se impulsaron varias medidas para imponer cierto orden a la apropiación del Nuevo Mundo por parte de la Corona española. Se instituyó la cátedra para la navegación de las Indias, Américo Vespucio (1454-1512) fue nombrado Piloto Mayor de la Casa de Contratación de Sevilla y el monarca ordenó a Vicente Yáñez Pinzón y Juan Díaz de Solís que navegaran al Nuevo Mundo para encontrar de una vez por todas el dichoso canal al mar del Sur, esto es, el Pacífico. El 29 de junio dos embarcaciones levaban anclas en Sanlúcar de Barrameda: Solís capitaneaba La Magdalena y Yáñez Pinzón la San Benito. Bien a bien no se sabe qué pasó durante la travesía, pero todo indica que llegaron a las costas de lo que hoy es este país más o menos a la altura de Tampico, y luego bordearon el Golfo. El padre Sahagún supondrá que quizá sean éstas las embarcaciones que algunos nativos de Pánuco recordarán haber visto. En 1513 Pinzón aseguró que habían llegado “hasta la provincia de Camarona”, y aunque no se tiene testimonio cartográfico, todo indica que se refería a Yucatán. Sin embargo, no hay indicio alguno de que hubieran desembarcado o trabado contacto de ningún tipo con la población costera. Así que tampoco es a bordo de estas carabelas que podría hallarse al primer mexicano simbólico.

No será sino hasta 1534 que Hernán Cortés mencionara al personaje que andamos buscando: la primera persona que, hablando español, defendió esta tierra. Y Cortés le planta un apelativo, uno que por cierto hoy nadie recuerda: Morales le llama. ¿Lo recuerda usted, lector?

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