Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 26 de octubre de 2019

Sobrepasados


Todos quieren todo
Todo siempre es poco.
La lente que todo lo mira
Ya no hace foco.
Jorge Drexler, Data data.


Adelanto la conclusión: nuestras capacidades epistemológicas están drásticamente sobrepasadas por la capacidad de generación y difusión de información que hemos logrado con la tecnología, especialmente a partir de la revolución digital.         

Cuando escribo “nuestras” me refiero a usted y a mí y a toda la gente con la que usted y yo convivimos y tenemos posibilidad de alternar en vida, es decir, a nosotros y a todos nuestros coetáneos, a los seres humanos vivos, a las personas con las que nos tocó en suerte compartir este momento histórico.

Cuando escribo “capacidades epistemológicas” quiero decir simplemente capacidad de comprender. ¿Comprender? Sí, comprender, comprender cualquier cosa, desde un dato mínimo. Y comprender un dato, en corto, no es nada más que aprehenderlo adecuadamente, razonablemente, incorporándolo en un marco de referencia, en el que se correlacione pertinentemente con otros datos antes también así obtenidos. Claro, entre más datos previos sean los que pueda usted correlacionar con un dato recién adquirido, comprenderá más. Así que uno nunca acaba de comprender todo todo un solo dato; hacerlo sería correlacionarlo con todo. Saber más datos, por tanto, no implica ni conocer más ni mucho menos mejor, no necesariamente. Hacerse de nuevos datos —por más veraces, precisos y relevantes que ellos sean— no es igual a enriquecer el conocimiento. Saber nuevos datos, incluso, puede producir confusión, es decir, una situación de incertidumbre o, peor, de falsa comprensión —sobre la desdichada confusión, échele una repasada a ¿Es real la realidad?, de Paul Watzlawick—.

Cuando escribo “drásticamente sobrepasadas” quiero manifestar una situación extrema, apabullante. El canta-autor montevideano Jorge Drexler, quien además de galeno sin ejercer es poeta en ejercicio, lo expresa mejor, mucho mejor que yo:

Data, data, data, data, data, data, data,
Cómo se bebe de una catarata.
Data, data, data, data, data, data, data,
Cómo se bebe de una catarata.

Cuando escribo “capacidad de generación y difusión de información” me refiero a las competencias de percepción, codificación y resguardo de datos acerca de cualquier fenómeno. A mayo de 2018, se estimaba que se producían más de 2.5 quintillones de bytes de datos diariamente, lo cual se dice de un ramalazo, pero cuesta horrores dimensionar. Para ello, quizá sea útil que usted reflexione en torno a esto otro: se calcula que tan sólo durante el bienio 2016-2017 se produjo el 90% de todos los datos que el ser humano ha generado a lo largo de toda su existencia genérica, esto es, alrededor de 200 mil años. Y el tsunami no se limita a la producción, se alimenta también de la capacidad de divulgación, la cual es torrencial en contenido, masiva en alcance y casi inmediata. El tiempo que transcurre entre que sé algo y lo publico se acorta cada vez más, hasta coquetear con la inmediatez; sin embargo, no hay manera de ampliar el tiempo que dispongo para comprender el raudal de información que recibo. Podría evitar la insistencia, incluso la redundancia si usted quiere, pero no las evito, ni la una ni la otra, insisto y redundo: cuando escribo “información” no expreso nada más allá; en concreto, tenga usted cuidado, no expreso “conocimiento”.  Al saber un dato más no adquiero más conocimiento en automático, mucho menos comprendo mejor.

Cuando escribo “información” no me refiero a nada más que al contenido de cualquier mensaje. Ahora, dado que, para serlo, un mensaje tiene que ser recibido, lato sensu, información es todo lo que se percibe. Para definir información nada como acudir a Newton. Su tercera ley del movimiento establece: “Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria”. Retrotraigamos el diagrama en el cual de un emisor parte un vector hacia un receptor, y de éste, de regreso, otro: acción y reacción. ¿Cuál es el contenido? Energía, por supuesto. Ahora, si en el mismo esquema se sustituyen las palabras “acción” por “mensaje”, y “reacción” por “respuesta”, queda un modelo simple de comunicación. El contenido en este caso es, claro, información.

Cuando escribo “tecnología” deseo nominar genéricamente lo que don José Ortega y Gasset describe como “la reforma que el hombre impone a la naturaleza en vista de la satisfacción de sus necesidades”, y también como “la reacción enérgica contra la naturaleza o circunstancia que lleva a crear entre ésta y el hombre una nueva naturaleza puesta sobre aquella, una sobrenaturaleza” (Meditación de la técnica). La dimensión mentada como una sobrenaturaleza abrca desde los dos palitos con yesca que por vez primera sirvieron a un humano para hacer fuego,  hasta InSight, el aparatejo que desde Marte nos da cuenta de cómo suena allá el medio ambiente.

Finalmente, cuando escribo “revolución digital” me refiero a lo que ya hace veinte años caracterizaba como una revolución de conciencia de origen tecnológico (“La revolución digital. Una aproximación”. UAA. Caleidoscopio, 2000). El pivote tecnológico aludido tiene dos propulsores, la digitalización y las redes. La digitalización es un proceso de conversión de todo lo perceptible, de codificación del entorno en bits. En cuanto a la tecnología de redes, se trata de la confluencia de un par de dinastías, la de las máquinas del pensamiento y las máquinas de comunicar. La revolución de conciencia que menciono se evidencia en el hecho de que nuestros conceptos de tiempo y espacio están mutando, y con ellos la realidad misma.

La segunda Ley de Clarke estipula que “cualquier tecnología lo suficientemente desarrollada se vuelve indistinguible de la magia” (Arthur C. Clarke, Profiles of the Future); siendo así, mientras más sobrepasados sigamos, nuestra realidad se tornará cada vez más fantástica.

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