Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 5 de octubre de 2019

Momento axial


Jacques-Louis David - Leonidas at Thermopylae [1814]
Según el mismísimo Hegel, hace dos milenios y medio, en las guerras médicas —que como hemos contado aquí fueron dos, una resuelta en Maratón (490 a. C.) y la otra en Salamina (480 a. C.), en ambos casos en favor de los defensores griegos contra los invasores orientales—, “el interés de la historia mundial colgaba temblando en la balanza” (Georg Wilhelm Friedrich Hegel, The Philosophy of History. Batoche Books, Canadá, 2001).

Conté el origen del imperio medo: un atajo de tribus iranís, seminómadas y fundamentalmente dedicadas al pastoreo, que decidieron paliar sus apremiantes necesidades de orden y justicia erigiendo una ciudad, Ecbatana. Conté que esta gente, los medos, avasallaron a los persas, y que, después de liberarse del yugo asirio, lograron extender su soberanía más allá del medio oriente: hacia el oeste, hasta Anatolia central, y hacia el este, hasta lo que hoy es Afganistán. Conté como, después de salvarse de ser asesinado por órdenes de su abuelo materno, Ciro creció en la pobreza sin saber quién era. Conté que el joven Ciro arrebató al viejo Astiages el imperio medo, para inaugurar así el imperio persa (c. 559 a. C.). Conté que Ciro comenzó la expansión aqueménida a costa, inicialmente, del rico reino de Lidia (c. 547 a. C.), y que luego se haría del imperio neobabilónico (c. 539 a. C.), con todo y la ciudad más grande del mundo por aquel entonces, Babilonia. Y conté que Ciro fue a perder la cabeza y encontrar la muerte a manos de los fieros masagetas (c. 529 a. C.). Ciro el Grande dejó el poder a uno de sus hijos, Cambises II, quien lo mantuvo hasta su muerte (c. 522 a. C.). Su reinado no duró mucho, aunque tiempo suficiente para extender su imperio, nada menos que con la conquista de Egipto. Bien a bien no sabemos si Cambises II se suicidó, lo mataron o murió accidentalmente al caer del caballo, el caso es que para entonces otro hijo de Ciro, Bardiya/Esmerdis, se había levantado en su contra. El tal Bardiya/Esmerdis se alzó como gran rey persa…, aunque el gusto, el cargo y la vida le duraron menos de un año. Conforme al sueño premonitorio que Ciro había tenido a orillas del río Amu Daria, Darío, quien no era su familiar directo, llegó al poder (523 a. C.).  Para ello, él y otros seis aristócratas aqueménidas habían tenido que asesinar a puñaladas ya sea a un usurpador, el mago Gautama —según la versión de la inscripción de Behistún—, o bien al verdadero emperador Bardiya/Esmerdis. Haya sido uno u otro, Darío se convirtió en el gran rey persa. De entrada, se concentró en sofocar varias insubordinaciones. Él mismo tuvo que encabezar el asedio de la rebelde Babilonia. Después, pese a que no pudo someter a los escitas, Darío logró consolidarse y, lo que es más importante, apuntalar la organización política, administrativa y económica del imperio —estableció la división territorial en satrapías, construyó caminos seguros, instauró el uso de una moneda común—. Es muy posible que Darío I instaurara el zoroastrismo como religión oficial del imperio,  sin embargo gobernó con tolerancia, permitiendo la diversidad religiosa y cultural. Durante el reinado de Darío, quien como Ciro II sería llamado El Grande, los persas se adentran a Europa y consiguen la conquista del reino de Macedonia (492 a. C.)… Al principio de su avance hacia occidente, la conquista de las colonias jónicas fue pan comido para el ejército aqueménida. “Incluso las dos principales potencias de la Grecia continental, la naciente democracia de Atenas y el severo estado militarista de Esparta, se mostraban mal equipados para aguantar una guerra efectiva —escribe Tom Holland en su imprescindible Persian Fire: The First World Empire and the Battle for the West (Hacheette Digital, 2006)—. Cuando el gran rey de Persia se decidió al fin a pacificar de una vez por todas a los facciosos y peculiares pueblos de la franja occidental de su imperio, el resultado parecía ser una conclusión inevitable”. Parecía, en efecto, y si alguien medianamente informado hubiera tenido que apostar, la cuestión no hubiera resultado muy difícil de decidir: de un lado estaba un gran imperio, multicultural, multirreligioso, transcontinental, acaudalado y bien organizado…, mientras que del otro “Grecia misma era poco más que una expresión geográfica: no era un país sino un mosaico de ciudades-estado pendencieras y a menudo violentamente chovinistas. Es cierto que los griegos se consideraban un solo pueblo, unidos por el idioma, la religión y las costumbres; pero lo que muchas ciudades parecían tener más en común era una adicción a luchar entre sí”. Con todo, los hoplitas primero echaron a las fuerzas enviadas por Darío y diez años después a la inmensa flota comandada por el mismísimo gran rey, entonces ya Jerjes I, vástago de Darío.
           
Así que Hegel no ahorra palabras para enaltecer aquel momento axial: “El despotismo oriental, un mundo unido bajo un señor y soberano, por un lado, y estados separados, insignificantes en extensión y recursos, pero animados por la individualidad libre, por el otro lado, se colocaron frente a frente… Nunca en la historia se ha manifestado tan gloriosamente la superioridad del poder espiritual sobre la masa material… Esta guerra… es el período más brillante de Grecia. Todo lo que implicaba el principio griego, luego alcanzó su floración perfecta y salió a la luz del día”.

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