Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 14 de diciembre de 2019

Fenomenología del fifí


Hasta hace unos meses, fífí era un vocablo que apenas permanecía mortecino en las páginas de algunos libros —por ejemplo, en novelita La luciérnaga de Mariano Azuela (1932)— y en las hemerotecas. No era más que un curioso arcaísmo en desuso, un elemento lingüístico cuya forma o significado, o ambos a la vez, resultan anticuados en relación con un momento determinado, en este caso, el actual —Ngram de Google informa que cuando más apareció fifí en publicaciones impresas en nuestro idioma fue entre 1928 y 1938, como puede verificarse aquí—. Sin embargo, desde el inicio de su tercera campaña por la Presidencia de la República, Andrés Manuel López Obrador rescató el vocablo —“Yo no inventé lo de ‘fifí”—, lo desempolvó y lo puso de nuevo en circulación. Pero nada, ni las palabras reviven tal cual, como si no hubieran estado ya cerca de la nada significativa. En nuestros días fifí es un vocablo que está más vivo que nunca, aunque su contenido semántico está en disputa y por tanto construcción.

Según el propio AMLO, como bien se sabe, el vocablo lo retomó de su uso en México a principios del siglo XX —por supuesto, hay usos anteriores; de hecho la palabra es de origen galo—, particularmente de su empleo en la jerga política. El 26 de marzo pasado lo explicó así: “Se usó para caracterizar a quienes se opusieron al presidente Madero. Los fifís fueron los que quemaron la casa de los Madero, los fifís fueron los que hicieron una celebración en las calles cuando asesinaron atrozmente a Gustavo Madero, cuando los militares lo sacrificaron, que es una de las cosas más horrendas y vergonzosas que ha pasado en la historia de nuestro país, salieron los fifís a las calles a celebrarlo y había toda una prensa que apoyaba esas posturas.”

Uno puede preguntarse qué significa la palabra fifí, y para responder a ello basta consultar un diccionario. A la letra la RAE define: “persona presumida y que se ocupa de seguir las modas”. Pero eso es lo de menos porque eso es lo que era y era muy poco. En cambio, lo pertinente es saber, de entrada, si eso es lo que denota el presidente al llamar así a alguien. En la misma conferencia de prensa de marzo abundó: “¿Qué son, al final, los fifís? Son fantoches, conservadores, sabelotodo, hipócritas, doble cara.” Ya antes, a finales de noviembre de 2018, siendo presidente electo, en entrevista con Carmen Aristegui, había dicho que un fifí es “un junior de nuestro tiempo, un conservador. Alguien que no quiere el cambio, que está a favor del régimen autoritario y que simula, que finge ser liberal.”

Con tanta carga, de arcaísmo moribundo pasó pronto a palabreja —palabra de escasa importancia o interés en el discurso—, pero fue estancia efímera porque desde los primeros meses del sexenio el presidente y la gente, el uso social, fue esculpiendo su nuevo significado, un significado ambiguo, pero de uso extendido en el ágora mexicana contemporánea. El 2 de enero el López Obrador se refirió a la prensa “conservadora y fifí” y el significado del vocablo creció. En la consolidación del nuevo significado colaboró mucho la panda de comentócratas —Sarmiento, por ejemplo— y cabecillas de partidos políticos antagónicos al gobierno —como el perredista Fernando Belaunzarán— que, carentes de cualquier otra direccionalidad política común más allá que estar en contra de AMLO, decidieron tomarle la palabra —literalmente— para definirse a sí mismos como fifís. El acuerdo semántico se consolidaba: para los que se asumen como tales, un fifí es un opositor del Peje y del populismo y, por extensión, de lo populachero y si me apuran incluso de lo popular. En última instancia, un fifí es un reaccionario: en sentido negativo para quienes los denuestan, pero en sentido positivo para ellos mismos: están reaccionando en contra de un régimen con el cual no están de acuerdo. Pero además de reaccionario, la palabra se quedó con el halo de adinerado, pudiente, de clase media alta para arriba…, así que, entre fifís, nada mejor visto que un fifí. De ahí, enseguida fifí se ubicó como antónimo de chairo.

Los chairos se asumen como chairos sin problema, aunque los fifís los llamen así para denigrarlos… Y del otro lado igual: los chairos pretenden infamar a los fifís con tal etiqueta, mientras que los aludidos se sienten de lo más felices portándola. Para quienes se asumen fifís o quieren pasar como tales, fifí es cualquier cosa menos una buldería, es decir, una palabra de injuria o denuesto.
El domingo de la semana pasada, entre las poco más siete mil personas que se congregaron en el Ángel de la Independencia para marchar y expresar así su inconformidad con el gobierno de AMLO, algunos autodenominados fifís llevaban una camiseta en la que, en la espalda, aparecía impreso un decálogo, “10 razones para ser fifí”:

1. Decido trabajar.
2. Satisfago mis necesidades.
3. Soy ambicioso.
4. Me levanto temprano.
5. Lucho por mis metas.
6. Disfruto de las cosas buenas.
7. Soy exigente.
8. Provoco los cambios.
9. Estoy orgulloso de mí mismo.
10. Soy feliz.

Si bien tales sentencias, ciertas o no, no alcanzan para armar un ideario político, sí que perfilan socioculturalmente a quienes las enarbolan. Gente que asume el trabajo como una afrenta cuando se tiene que realizar por necesidad, que reduce la ética capitalista a la ambición y sobre todo que sufre un exiguo aspiracionismo de libritos de autoayuda… El punto ocho, “provoco los cambios”, es de calle el más ambiguo y contradictorio de todos. En fin, seguramente no importa, porque, contra todas las apariencias, ya ven, el fifí es feliz.

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