Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

jueves, 19 de marzo de 2020

Un futuro rezagado


El presente es la más frágil de muchas probabilidades.
Ian McEwan, Máquinas como yo.

Los hombres quieren ser dueños del futuro
sólo para poder cambiar el pasado.
Milán Kundera, El libro de la risa y el olvido.


El futuro es para imaginárselo, y cada quien puede imaginárselo como le pegue la gana. Feliz, maravilloso… o catastrófico, atroz.  Por ejemplo, Aldous Huxley (1894-1963) publicó en 1932 Brave New World, su versión del espantoso porvenir al que llegaría el ser humano más de un siglo después, en la segunda mitad del siglo XXI. Por su parte, George Orwell (1903-1950) en 1948 vislumbró el mundo 36 años después, en su novela 1984. Nada impide que uno proyecte el futuro en un horizonte muy muy distante, digamos dentro de mil, diez mil años, o apenas a la vuelta de unos cuantos meses… También es factible fantasear historias que acontezcan en un futuro indeterminado, como hizo José Saramago (1922-2010) varias veces. Es más, ¡el futuro bien puede imaginarse también en el pasado! Algo así hizo el escritor británico Ian McEwan (1948) en su penúltimo libro —el más reciente es de 2020, The Cockroach—: Machines Like Me (2019)

Máquinas como yo —ya traducida al español y publicada por editorial Anagrama— es una interesante y divertida extravagancia: se trata de una novela futurista, construida a partir del entramado de una serie de hipótesis históricas contrafactuales. Como lo está usted leyendo: McEwan escribió una novela histórica, futurista y contrafáctica. Los hechos ocurren hace casi cuarenta años, en 1982, pero para entonces una especie de futuro distópico ya ha alcanzado a la humanidad. Para entonces las personas ya se comunican por correo electrónico y los trenes de alta velocidad “son equipos viejos y sucios”, el software de reconocimiento de voz se había inventado desde los años cincuenta del siglo XX y “la interconexión cerebro-máquina, fruto audaz del optimismo de los sesenta, apenas conseguía despertar el interés de un niño”. En aquella realidad alterna y adelantada, el mal generalizado es el tedio, aburrimiento —justo como había vaticinado Isaac Asimov en 1964—.  No en balde, “la imaginación, más rauda que la historia y que los avances tecnológicos, había ensayado ya este futuro…” Como en la actualidad pasa en nuestro mundo, muchos jóvenes no se sorprenden de las novedades porque ya las habían (pre)visto, y más espectaculares, en el cine, la televisión y los videojuegos.

En aquel 1982 en el que sucede Máquinas como yo, el genial Alan Turing no sólo no había fallecido envenenado en 1954 —como efectivamente ocurrió en la versión de mundo que usted y yo compartimos—, sino que seguía vivo y además era considerado un héroe de guerra y era un respetable Sir. La gente, como hoy día lo hacemos muchos de nosotros, se entera de las noticias en sus teléfonos móviles. Es así como Charlie Friend, el protagonista de la novela, cae en la cuenta de lo que ocupa la atención del público. “La mayoría del país está en un sueño teatral, luciendo galas históricas”. ¿Qué sucede? El Reino Unido acaba de entrar en guerra con Argentina, y un destacamento especial se dispone a surcar trece mil kilómetros de océano “para recuperar lo que entonces llamábamos islas Falkland”, es decir, las Malvinas. ¿Qué suponer? Charlie da por un hecho la próxima derrota de los argentinos… Y se va a equivocar: en Máquinas como yo los ingleses perderán la guerra. Descuide, lector, la narración no atiende el conflicto bélico, sino la relación de Charlie con su vecina, Miranda, y de ambos con el artilugio que él acaba de comprar… “El primer humano manufacturado verdaderamente viable, con inteligencia y aspecto creíbles y movilidad y cambios de expresión verosímiles…” Un robot, uno de los veinticinco de la primera edición, doce varones y trece mujeres, Adanes y Evas. Charlie llegó tarde a la venta —86 mil libras, el costo del androide—, así que tendría que conformarse con un modelo masculino, un hombre artificial, porque las robots se agotarían primero. “La electrónica y la antropología, primos lejanos a quienes la modernidad reciente había aunado y unido en matrimonio. El hijo de tal emparejamiento era Adán”. En efecto, en la novela, Ian McEwan, en un futuro que hace poco quedó atrás en una historia paralela, explora la dichosa naturaleza humana: “El manual de instrucciones me hizo saber que Adán tenía un sistema operativo, y también una naturaleza —o sea, una naturaleza humana—, y una personalidad… No tenía ninguna certeza de cómo se solapaban estos tres sustratos”. Alan Turing, el de verdad, el que murió hace más de medio siglo por ingesta de cianuro, escribió alguna vez: “las máquinas me toman por sorpresa con mucha frecuencia”.

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