Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 23 de noviembre de 2025

Changos, héroes y dioses

  

 

Conocer a los demás es inteligencia; conocerse a sí mismo es sabiduría.

Lao Tse, Tao Te Ching.

 

 

 

En una de sus fábulas, Esopo narra que el cuervo, posado en la rama de un árbol, sostenía en el pico un sabroso trozo de queso. El zorro, atraído por el aroma, decidió conseguirlo con astucia. Se plantó debajo del árbol y comenzó a elogiar al cuervo: dijo que no había ave más hermosa en el bosque y que sólo faltaba oír su canto, seguramente tan magnífico como su plumaje. Vanidoso, el cuervo abrió el pico para cantar y, al hacerlo, dejó caer el queso. El zorro lo atrapó al vuelo y, mientras se marchaba, le recordó la moraleja…, que aquí no viene al cuento.

 

 

¡Changos!

 

Abundan referencias a la misma idea en la mitología, la literatura, la filosofía y, por supuesto, en la misma ciencia, pero el concepto de “teoría de la mente” fue acuñado apenas hace poco, algo menos de medio siglo, por los primatólogos norteamericanos David Premack y Guy Woodruff. En su célebre ponencia “Does the chimpanzee have a theory of mind?” (The Behavioral and Brain Sciences, 1978, 49), definieron:

Un individuo tiene una teoría de la mente si imputa estados mentales a sí mismo y a otros. Un sistema de inferencias de este tipo se considera propiamente una teoría porque tales estados no son directamente observables, y el sistema puede usarse para hacer predicciones sobre el comportamiento de los demás.

Premack y Woodruff teorizaron con base en una serie de pruebas de laboratorio realizadas a costillas de Sarah, una chimpancé adulta de 14 años con experiencia en tareas cognitivas y un lenguaje visual simplificado, para concluir que un chimpancé puede atribuir estados mentales a otros individuos de su misma especie, comenzando por la intención o propósito de sus acciones. La construcción de una teoría de la mente, como la que tenemos los seres humanos, parece ser un proceso natural y primitivo.

 

 

 

Héroes

 

Estando de paso en la tierra de “los fieros ciclopes, seres sin ley”, Ulises y varios de sus compañeros de periplo se aventuraron a explorar una cueva (Odisea, canto IX). Resultó que el antro era la morada del gigantesco y cruel Polifemo. El ciclope los atrapa y los encierra; luego los va matando y se los va comiendo… Dos en el almuerzo, dos en la cena; al otro día, dos más para el desayuno… Entonces el héroe griego idea un plan. Primero le regaló el vino que traía consigo, y cuando Polifemo le preguntó su nombre, Ulises respondió: “Mi nombre es Nadie”. No fue una elección arbitraria, sino una inferencia sobre cómo pensarían en un momento dado los otros ciclopes. Polifemo se embriaga, y mientras duerme, Ulises y sus hombres clavan una estaca afilada en el único ojo del monstruo. Cuando Polifemo, ciego y herido, grita pidiendo auxilio a sus vecinos ciclopes, estos le preguntan desde fuera de la cueva: “¿Acaso alguien te está matando por fuerza o por engaño?” Polifemo responde: “¡Nadie me mata!” Al oír esto, los otros cíclopes se van, pensando que no pasa nada. Una trampa era lingüística y mental. La victoria de Ulises, “el rico en ingenios”, no fue gracias a la fuerza, sino a su capacidad de atribuir creencias, conocimientos y limitaciones perceptivas a otros seres, y usar esa teoría para anticipar su conducta y engañarlos.

 

 

Dioses

 

Cuenta Hesíodo en su Teogonía (535-565) que hace mucho tiempo, cuando los dioses y los hombres aún departían, llegó el momento de establecer un reparto definitivo. Prometeo, hijo del titán Jápeto, se dispuso a arbitrar la división de privilegios. Presentó ante Zeus un enorme buey sacrificial que antes había repartido en dos porciones: en una ocultó dentro del vientre del animal toda la carne, las ricas vísceras y los órganos, cubriéndolos con la piel áspera y sucia; en la otra, puso todos los huesos, pero los cubrió con una espesa y brillante capa de grasa aromática, haciendo que este montón pareciera un manjar: “¡Zeus, el más ilustre y poderoso de los dioses sempiternos! Escoge de ellos el que en tu pecho te dicte el corazón”.​ Lo extraordinario no era el acto físico del engaño, sino la capacidad de Prometeo de imputar a Zeus un estado mental específico que no era directamente observable. La trampa se fundamentaba en la suposición implícita de que incluso un dios supremo podría ser prisionero de sus propias percepciones, que incluso la divinidad está condicionada por lo que ve, por lo que parece. La manera en que el padre de los dioses cae en el engaño es genialmente paradójica:

Zeus, sabedor de inmortales designios, conoció y no ignoró la añagaza; pero estaba proyectando en su corazón desgracias para los hombres mortales e iba a darles cumplimiento.

Zeus más que fingir que había caído en el engaño, decidió ser engañado: extendió sus manos y seleccionó la porción de huesos cubiertos con grasa blanca. Cuando sus dientes encontraron sólo esqueletos sin sustancia, cuando comprendió que había sido burlado, la cólera recorrió su cuerpo divino.​ En venganza, le prohibió a la humanidad el fuego, aunque, como bien sabemos, el astuto Prometeo, nuevamente demostrando su capacidad de prever los pensamientos del todopoderoso, logró robar el fuego escondido en el hueco de una caña, anticipando la vigilancia divina. En ambas ocasiones, su facultad para atribuir estados mentales a otros —para construir una teoría operacional de cómo piensan, desean y actúan los seres, incluso los dioses— fue la verdadera arma de su astucia, la llave de su poder sobre el destino de la humanidad.

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