tan plurinterroído por noctívagos yoes en rompiente antela afauce angustia
con su soñar rodado de hueco sino dado de dado ya tan dado
y su yo solo oscuro de pozo lodo adentro y microcosmos tinto por latotal gristenia
Oliverio Girondo, Gristenia.
Andamos por la vida creyendo ser unidad, pero cada uno es múltiple.
El yo no habita en un cráneo hermético; antes bien, es cambalache perenne del mundo “de fuera” y la biota “de dentro”. Porque también somos ecosistemas: cargamos dentro más vida ajena que propia: bacterias, virus, hongos, arqueas… Hábitat rebosante de otros.
Además, el cuerpo no es el recipiente de una mente: cien mil millones de neuronas, más de quinientos billones de conexiones sinápticas dinámicas: somos una disposición siempre provisional, reconfigurándose a cada instante: combinación transitoria. Somos muchos organizados para creerse ser uno. Uno mismo no es uno.
En el mejor de los casos, somos el mismo sólo en la ficción que nos narramos. Cada santiamén neuronal reescribe tu identidad. Mientras lees estas palabras, ya no eres quien eras cuando empezaste. “La verdad es que cambiamos sin cesar y que el estado mismo es ya un cambio —escribió Henri Bergson—…. No hay diferencia esencial entre pasar de un estado a otro y persistir en el mismo estado”. El cerebro no se moldea una sola vez y luego se endurece. Más bien permanece en transformación perpetua. Livewired, no simplemente plasticidad. Cientos de miles de millones de conexiones se reconfiguran incesantemente.
La naturaleza no te programó completamente. Tu cerebro se configura a sí mismo en diálogo constante con el entorno. La identidad no tiende a la permanencia, es un devenir sin destino fijo. Eres provisional, transitorio e inacabado. La neurociencia hoy lo tiene comprobado: conocer un nombre genera cambios físicos en tu cerebro. Ningún dato es inerte: cada uno remodela, imperceptiblemente, quién eres. No existe un yo sustancial que persista de la infancia a la vejez. Existes como una sucesión de configuraciones neurales que simula continuidad. El verdadero yo es la transformación misma. Dejar de cambiar es, literalmente, dejar de ser. Uno mismo no es el mismo.
Para verte, necesitas espejos; para definirte, contexto. Tú y el mundo son indivisibles. Eres el mundo entero operando, el acto mismo del cosmos actuando. Tu conciencia no reside en tu cráneo: es un proceso que vincula tu actividad neuronal con las redes simbólicas que te rodean: eres una entidad distribuida. Los demás sapiens te configuran. Uno no es sin los demás. Tu sistema nervioso está ligado al comportamiento de otros, para bien o para mal: no eres autónomo respecto de tu entorno social. Para conocer a otra persona, debes ubicarla en su contexto social. Lo mismo ocurre contigo: sólo existes sociorreferenciado. Cada relación social te multiplica, cada contexto te redefine. Eres hijo de tus padres, primo de alguien, amigo, antagonista, ciudadano: cada una de estas correlaciones interpersonales te constituye. La identidad es un hecho social. Uno somos los demás… Todo yo es relacional: uno es en función de los demás. Todos estamos siendo juntos. El yo es una red acumulativa de rasgos físicos, biológicos, psicológicos y sociales. Es un proceso temporal y cambiante. Uno no es; uno sucedemos.
Queda claro, espero, que no es una exageración decir que eres microcosmos. El griego jónico —es decir, asiático— Demócrito de Abdera (c. 460-370 a. C.) es el filósofo de quien conservamos testimonio explícito más antiguo de que empleó el concepto de “microcosmos” para referirse al hombre —fragmento DK 68B34—. Con todo, existe una idea implícita anterior que preparó el terreno: Anaxímenes de Mileto (c. 546-528 a. C.), quien vivió algo así como siglo y medio antes que Demócrito, formuló lo que podría considerarse la primera expresión conocida de la relación microcosmos-macrocosmos de la filosofía griega, aunque sin usar el término explícitamente. En un célebre fragmento (DK 13B2), estableció: “Así como nuestra alma, siendo aire, nos une y gobierna, así el aire y el aliento envuelven todo el universo”. Estas palabras establecen un paralelismo estructural entre el alma humana (pneuma) que mantiene cierta cohesión del cuerpo individual y el aire cósmico que sostiene el universo entero. Aunque Anaxímenes no utilizó la palabra microcosmos, la analogía está claramente presente: el hombre como reflejo en pequeña escala del cosmos.
Por lo que sabemos, Demócrito fue quien hizo la primera referencia explícita al hombre como microcosmos. La afirmación encaja perfectamente con su atomismo: si todo el universo está compuesto de átomos, entonces el ser humano, al contener todos los tipos de átomos en distintas proporciones y combinaciones, es efectivamente un compendio del cosmos.
No existe evidencia de que Heráclito de Éfeso (c. 535–480 a. C.), utilizara la noción de microcosmos, aunque su concepto del logos como principio racional que atraviesa tanto el cosmos como el ser humano comparte afinidades con la idea. Según testimonios posteriores, Pitágoras (c. 570–490 a. C.) sí sostuvo que el hombre contenía todos los poderes del universo: lo divino (razón), los elementos, y las capacidades de movimiento, crecimiento y reproducción; sin embargo, este testimonio proviene de fuentes tardías y su autenticidad es debatida.
Algunos estudiosos han planteado remontar el origen de la idea hombre-microcosmos a Thot (Theut), el legendario sabio-dios egipcio asociado con la escritura, el cálculo, el tiempo, la palabra y la sabiduría —helenizado como Hermes Trismegisto—. Pero esta atribución es obra tardía de griegos helenísticos, no de los propios egipcios. La cultura egipcia sí tenía nociones relacionadas (como el concepto de ka y heka, la fuerza creadora que conecta lo divino y lo humano), pero la formulación del microcosmos como concepto filosófico es griega.
La concepción del hombre como microcosmos tuvo una historia rica. Platón (c. 427-347 a. C.) desarrolló la idea en el Timeo, en el que presenta el cosmos como un animal divino viviente creado por el Demiurgo, y establece paralelos entre la estructura del alma humana y el alma del mundo. Plotino y sus sucesores neoplatonistas continuaron sofisticadamente la relación microcosmos-macrocosmos, vinculándola con la teoría de la emanación y el alma del mundo. Los estoicos fueron defensores entusiastas de esta analogía. Concebían el cosmos como un organismo vivo regido por el logos o razón universal, y el alma humana como una parte del pneuma cósmico. Para ellos, el ser humano participa directamente de la racionalidad divina que ordena el universo. Los textos herméticos (c. 100 a. C. - 300 d. C.), surgidos del sincretismo greco-egipcio, hicieron del microcosmos un principio central de su filosofía. Durante la Edad Media: La analogía fue ampliamente adoptada en las tres tradiciones religiosas monoteístas.
En árabe se conocía como ʿālam ṣaghīr, mundo pequeño y en hebreo como olam katan; en latín, como microcosmus o minor mundus. Filósofos islámicos como los Ikhwān al-Ṣafāʾ (Hermanos de la Pureza), pensadores judíos como Saadia Gaon e Ibn Gabirol, y cristianos como Godofredo de San Víctor abordaron expresamente el concepto. La idea alcanzó su máximo esplendor con figuras renacentistas como Pico della Mirandola y Nicolás de Cusa, quienes la vincularon con la dignidad humana y el carácter infinito tanto del universo como de la potencia humana.
En 1999 la banda de funk rock alternativo Red Hot Chili Peppers dio a conocer su álbum Californication, en el cual se incluye su canción Parallel Universe, escrita por el vocalista Anthony Kiedis. Kiedis compuso la letra en torno a la idea de una dualidad entre mundos interiores y exteriores, a la que se refiere como un universo paralelo entre la vida pública del músico y su mundo interno:
Staring straight up into the sky
Oh my my
A solar system that fits in your eye
Microcosm…
You could die but you're never dead
Spider web
Take a look at the stars in your head
Fields of space, kid
No me resulta difícil imaginar a Demócrito de Abdera grooveando con la rola…
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