Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 23 de noviembre de 2025

Changos, héroes y dioses

  

 

Conocer a los demás es inteligencia; conocerse a sí mismo es sabiduría.

Lao Tse, Tao Te Ching.

 

 

 

En una de sus fábulas, Esopo narra que el cuervo, posado en la rama de un árbol, sostenía en el pico un sabroso trozo de queso. El zorro, atraído por el aroma, decidió conseguirlo con astucia. Se plantó debajo del árbol y comenzó a elogiar al cuervo: dijo que no había ave más hermosa en el bosque y que sólo faltaba oír su canto, seguramente tan magnífico como su plumaje. Vanidoso, el cuervo abrió el pico para cantar y, al hacerlo, dejó caer el queso. El zorro lo atrapó al vuelo y, mientras se marchaba, le recordó la moraleja…, que aquí no viene al cuento.

 

 

¡Changos!

 

Abundan referencias a la misma idea en la mitología, la literatura, la filosofía y, por supuesto, en la misma ciencia, pero el concepto de “teoría de la mente” fue acuñado apenas hace poco, algo menos de medio siglo, por los primatólogos norteamericanos David Premack y Guy Woodruff. En su célebre ponencia “Does the chimpanzee have a theory of mind?” (The Behavioral and Brain Sciences, 1978, 49), definieron:

Un individuo tiene una teoría de la mente si imputa estados mentales a sí mismo y a otros. Un sistema de inferencias de este tipo se considera propiamente una teoría porque tales estados no son directamente observables, y el sistema puede usarse para hacer predicciones sobre el comportamiento de los demás.

Premack y Woodruff teorizaron con base en una serie de pruebas de laboratorio realizadas a costillas de Sarah, una chimpancé adulta de 14 años con experiencia en tareas cognitivas y un lenguaje visual simplificado, para concluir que un chimpancé puede atribuir estados mentales a otros individuos de su misma especie, comenzando por la intención o propósito de sus acciones. La construcción de una teoría de la mente, como la que tenemos los seres humanos, parece ser un proceso natural y primitivo.

 

 

 

Héroes

 

Estando de paso en la tierra de “los fieros ciclopes, seres sin ley”, Ulises y varios de sus compañeros de periplo se aventuraron a explorar una cueva (Odisea, canto IX). Resultó que el antro era la morada del gigantesco y cruel Polifemo. El ciclope los atrapa y los encierra; luego los va matando y se los va comiendo… Dos en el almuerzo, dos en la cena; al otro día, dos más para el desayuno… Entonces el héroe griego idea un plan. Primero le regaló el vino que traía consigo, y cuando Polifemo le preguntó su nombre, Ulises respondió: “Mi nombre es Nadie”. No fue una elección arbitraria, sino una inferencia sobre cómo pensarían en un momento dado los otros ciclopes. Polifemo se embriaga, y mientras duerme, Ulises y sus hombres clavan una estaca afilada en el único ojo del monstruo. Cuando Polifemo, ciego y herido, grita pidiendo auxilio a sus vecinos ciclopes, estos le preguntan desde fuera de la cueva: “¿Acaso alguien te está matando por fuerza o por engaño?” Polifemo responde: “¡Nadie me mata!” Al oír esto, los otros cíclopes se van, pensando que no pasa nada. Una trampa era lingüística y mental. La victoria de Ulises, “el rico en ingenios”, no fue gracias a la fuerza, sino a su capacidad de atribuir creencias, conocimientos y limitaciones perceptivas a otros seres, y usar esa teoría para anticipar su conducta y engañarlos.

 

 

Dioses

 

Cuenta Hesíodo en su Teogonía (535-565) que hace mucho tiempo, cuando los dioses y los hombres aún departían, llegó el momento de establecer un reparto definitivo. Prometeo, hijo del titán Jápeto, se dispuso a arbitrar la división de privilegios. Presentó ante Zeus un enorme buey sacrificial que antes había repartido en dos porciones: en una ocultó dentro del vientre del animal toda la carne, las ricas vísceras y los órganos, cubriéndolos con la piel áspera y sucia; en la otra, puso todos los huesos, pero los cubrió con una espesa y brillante capa de grasa aromática, haciendo que este montón pareciera un manjar: “¡Zeus, el más ilustre y poderoso de los dioses sempiternos! Escoge de ellos el que en tu pecho te dicte el corazón”.​ Lo extraordinario no era el acto físico del engaño, sino la capacidad de Prometeo de imputar a Zeus un estado mental específico que no era directamente observable. La trampa se fundamentaba en la suposición implícita de que incluso un dios supremo podría ser prisionero de sus propias percepciones, que incluso la divinidad está condicionada por lo que ve, por lo que parece. La manera en que el padre de los dioses cae en el engaño es genialmente paradójica:

Zeus, sabedor de inmortales designios, conoció y no ignoró la añagaza; pero estaba proyectando en su corazón desgracias para los hombres mortales e iba a darles cumplimiento.

Zeus más que fingir que había caído en el engaño, decidió ser engañado: extendió sus manos y seleccionó la porción de huesos cubiertos con grasa blanca. Cuando sus dientes encontraron sólo esqueletos sin sustancia, cuando comprendió que había sido burlado, la cólera recorrió su cuerpo divino.​ En venganza, le prohibió a la humanidad el fuego, aunque, como bien sabemos, el astuto Prometeo, nuevamente demostrando su capacidad de prever los pensamientos del todopoderoso, logró robar el fuego escondido en el hueco de una caña, anticipando la vigilancia divina. En ambas ocasiones, su facultad para atribuir estados mentales a otros —para construir una teoría operacional de cómo piensan, desean y actúan los seres, incluso los dioses— fue la verdadera arma de su astucia, la llave de su poder sobre el destino de la humanidad.

domingo, 16 de noviembre de 2025

La arrogancia

  

 

Como una potencia destructiva, la arrogancia vincula el cosmos mitológico con el desastre mental de cualquier ser humano. Mitológicamente, los griegos personificaron la arrogancia en Hybris, daimona proveniente de las entrañas primordiales, mientras que el psicoanalista británico Wilfred Bion la conceptualizó como el rostro que adopta el orgullo cuando es dominado por la pulsión de muerte.

 

 

Insolentes

 


Genealogía infortunada: de la prole del titán Jápeto y la oceánide Clímene, a ninguno le fue bien. Atlas, por haber acaudillado la rebelión contra los olímpicos, tuvo que cargar perpetuamente el cielo. “Por su insolencia y desmedida audacia” —Hesíodo dixit—, Zeus aniquiló a Menecio de un destellazo. Epimeteo quedará estigmatizado como el agente estúpido de todos los males de la humanidad. Prometeo, por haber desafiado a Zeus robando el fuego para dárselo a los humanos, será encadenado para que un águila devore su hígado día tras día por los siglos de los siglos…

 

 

Desalado

 


Ícaro quiso traspasar los límites impuestos por la naturaleza y por la experiencia de sus mayores: tras escapar del laberinto de Creta gracias a unas alas construidas por Dédalo, su padre, embriagado por la emoción de volar, ascendió demasiado cerca del Sol. La cera que sostenía sus alas se derritió e Ícaro cayó al mar y murió.

 

 

Llorona

 


Níobe, reina de Tebas, célebre por su hermosura y por haber procreado catorce hijos —siete niños y siete niñas—, llena de arrogancia se comparó con Leto, y se burló de ella por haber parido sólo a los gemelos Apolo y Artemisa. En escarmiento, Apolo asesinó a todos los vástagos varones de Níobe, y Artemisa hizo lo mismo con las hijas. Devastada, Níobe regresó a su tierra natal. En el monte Sípilo, consumida por el dolor, fue petrificada por los dioses. De ella emana siempre agua, sus lágrimas.

 

 

Sísifo

 


En vida, el astuto rey Sísifo pudo engañar incluso a la muerte. Por tanta arrogancia, su castigo, se sabe, fue ejemplar: empujar eternamente una piedra cuesta arriba en el Hades, sólo para verla caer de nuevo desde la cúspide, y tener que bajar a empujarla de nuevo en un ascenso y descenso sin fin: “no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza” —Camus dixit—.

 

 

Hybris

 

Hybris, espíritu intermedio entre lo divino y lo mortal, encarna la insolencia, la violencia, el exceso, la arrogancia. Hybris es hija de dos de los primeros entes surgidos del Caos: Érebo, la oscuridad primordial y las tinieblas, y su hermana Nix, la Noche. Érebo y Nix engendraron primero a Éter y a Hemera —la luminosidad celeste y el Día—, y luego a una extensa descendencia tenebrosa. Nix además procreó sola a varias deidades tétricas: Moros —el Destino—, Ker —la Perdición—, Tánatos —la Muerte—, Hipnos —el Sueño—, Oizís —el Dolor—, las Moiras —oficiantes de los hilos del destino—, las Keres —espíritus de destrucción—, Geras —la Vejez— y Eris —la Discordia—.

 

Píndaro identifica a Hybris como “la de voz insolente” y la declara madre de Kóros —la Voracidad, el Desdén—: la arrogancia engendra la insaciabilidad que impulsa a transgredir los límites. Kóros, según el Oráculo de Delfos, “ansiaba devorarlo todo”, pero estaba condenado a ser vencido por Dike —la Justicia—. Igualmente, la desmesura de Hybris no puede sostenerse mucho tiempo, porque invoca siempre a su opuesto correctivo.

 

 

Némesis

 

El contrapeso de Hybris es Némesis, también hija de Nix. Némesis personifica la justicia retributiva, la venganza divina que restablece el equilibrio cuando se ha cometido hybris. Su nombre deriva del griego némein, “repartir”, “dar lo que es debido”. La relación entre Hybris y Némesis articula una dialéctica esencial del pensamiento griego: la desmesura (hybris) es seguida inevitablemente por el castigo equilibrador (némesis).  “La divinidad tiende a abatir todo lo que se descuella en demasía”, afirma Heródoto. Quien se atreve a rebasar los límites —quien comete hybris— atrae sobre sí la ira de Némesis, que lo devuelve violentamente a su lugar en el orden universal.

 

Las Moiras —Cloto, Láquesis y Átropos—, también hijas de Nix, complementan este sistema cosmológico: ellas hilan, miden y cortan el hilo del destino de cada mortal. Cloto hila la hebra de vida, Láquesis mide su longitud, y Átropos corta el hilo cuando llega el momento señalado. Las Moiras salvaguardan la moira, el “lote” o “parte” que corresponde a cada uno en la distribución cósmica. Cometer hybris es tomar de más, intentar apropiarse de algo que no le corresponde. Némesis ejecuta la voluntad de las Moiras.

 

 

La triada destructiva

 

Además de la arrogancia, Bion completa la triada del caos mental con la curiosidad y la estupidez. Si bien la curiosidad no es intrínsecamente patológica, en la catástrofe psicótica, la curiosidad normal se pervierte. La estupidez, en este contexto, no se refiere a una discapacidad intelectual, sino a un ataque contra el conocimiento, un rechazo deliberado —aunque inconsciente— contra el pensamiento y la comprensión. La tríada arrogancia-curiosidad-estupidez opera en sincronía; cada una aumenta o se atempera con las otras dos. La arrogancia proporciona la justificación omnipotente para el ataque de la estupidez: la ilusión de que uno ya lo sabe todo, que no necesita aprender, que es superior a la realidad misma.

 

 

Edipo

 


Bion reinterpreta el mito de Edipo de Tebas “desde un punto de vista según el cual el crimen sexual es un elemento periférico de una trama en la que el crimen fundamental es la arrogancia”. ¿Quién mató a Layo? Edipo rey quiere desvelar la verdad sin importar las consecuencias. Edipo desafía las advertencias del ciego Tiresias —quien posee conocimiento y deplora la resolución del rey de querer saber a cualquier costo— y persiste en su investigación hasta descubrir la espantosa verdad que termina por destruirlo. Su ceguera final es un castigo simbólicamente perfecto: pierde los ojos como ejecutores de la curiosidad prohibida.

 

 

La hybris y la arrogancia

 

El paralelismo entre Hybris griega y la arrogancia bioniana muestra una continuidad profunda en la comprensión humana de las fuerzas destructivas que amenazan tanto el orden cósmico como la integridad psíquica. Hybris, hija de Érebo y Nix, encarna la desmesura que desafía los límites. La arrogancia, según Bion, es la cara maligna del orgullo bajo el predominio de la pulsión de muerte. Ambas concepciones reconocen que la hybris/arrogancia está ligada a fuerzas primordiales de oscuridad, ya sea el Caos mitológico o la pulsión de muerte constitucional que Freud identificó en el inconsciente humano. 

 

La propuesta bioniana de tolerar la incertidumbre, de permanecer abierto a lo desconocido sin la arrogancia de pretender saberlo todo de antemano, recuerda las máximas délficas “Conócete a ti mismo” y “Nada en demasía”. Tanto la moral de la mesura griega como la técnica psicoanalítica de Bion apuntan hacia una aceptación de los límites humanos. Las sombras primordiales no son meramente fuerzas externas que nos amenazan; en cierto sentido, son constitutivas de nuestra existencia. Quizá la tarea, tanto cósmica como en el psiquismo individual, no es eliminar esas fuerzas oscuras —aspiración imposible y arrogante en sí misma—, sino mantenerlas en equilibrio, reconocer sus límites, aceptar la medida que nos corresponde.

 

Cuando el orgullo se mantiene en respeto propio bajo la influencia de las pulsiones de vida, permite relaciones genuinas, aprendizaje auténtico, curiosidad respetuosa. Cuando el orgullo se pervierte en arrogancia bajo el predominio de la pulsión de muerte, genera el desastre: el héroe mitológico que desafía a los dioses y es castigado, el psicótico cuya mente se fragmenta por ataques a los vínculos que podrían darle coherencia. En última instancia, la arrogancia nos condena a la némesis, al retorno violento a la condición humana.

domingo, 9 de noviembre de 2025

Eres microcosmos

  

 

tan plurinterroído por noctívagos yoes en rompiente antela afauce angustia

con su soñar rodado de hueco sino dado de dado ya tan dado

y su yo solo oscuro de pozo lodo adentro y microcosmos tinto por latotal gristenia

Oliverio Girondo, Gristenia.

 

 

Andamos por la vida creyendo ser unidad, pero cada uno es múltiple.

 

El yo no habita en un cráneo hermético; antes bien, es cambalache perenne del mundo “de fuera” y la biota “de dentro”. Porque también somos ecosistemas: cargamos dentro más vida ajena que propia: bacterias, virus, hongos, arqueas… Hábitat rebosante de otros.

 

Además, el cuerpo no es el recipiente de una mente: cien mil millones de neuronas, más de quinientos billones de conexiones sinápticas dinámicas: somos una disposición siempre provisional, reconfigurándose a cada instante: combinación transitoria. Somos muchos organizados para creerse ser uno. Uno mismo no es uno.

 

En el mejor de los casos, somos el mismo sólo en la ficción que nos narramos. Cada santiamén neuronal reescribe tu identidad. Mientras lees estas palabras, ya no eres quien eras cuando empezaste. “La verdad es que cambiamos sin cesar y que el estado mismo es ya un cambio —escribió Henri Bergson—…. No hay diferencia esencial entre pasar de un estado a otro y persistir en el mismo estado”. El cerebro no se moldea una sola vez y luego se endurece. Más bien permanece en transformación perpetua. Livewired, no simplemente plasticidad. Cientos de miles de millones de conexiones se reconfiguran incesantemente.

 

La naturaleza no te programó completamente. Tu cerebro se configura a sí mismo en diálogo constante con el entorno. La identidad no tiende a la permanencia, es un devenir sin destino fijo. Eres provisional, transitorio e inacabado. La neurociencia hoy lo tiene comprobado: conocer un nombre genera cambios físicos en tu cerebro. Ningún dato es inerte: cada uno remodela, imperceptiblemente, quién eres. No existe un yo sustancial que persista de la infancia a la vejez. Existes como una sucesión de configuraciones neurales que simula continuidad. El verdadero yo es la transformación misma. Dejar de cambiar es, literalmente, dejar de ser. Uno mismo no es el mismo.

 

Para verte, necesitas espejos; para definirte, contexto. Tú y el mundo son indivisibles. Eres el mundo entero operando, el acto mismo del cosmos actuando. Tu conciencia no reside en tu cráneo: es un proceso que vincula tu actividad neuronal con las redes simbólicas que te rodean: eres una entidad distribuida. Los demás sapiens te configuran. Uno no es sin los demás. Tu sistema nervioso está ligado al comportamiento de otros, para bien o para mal: no eres autónomo respecto de tu entorno social. Para conocer a otra persona, debes ubicarla en su contexto social. Lo mismo ocurre contigo: sólo existes sociorreferenciado. Cada relación social te multiplica, cada contexto te redefine. Eres hijo de tus padres, primo de alguien, amigo, antagonista, ciudadano: cada una de estas correlaciones interpersonales te constituye. La identidad es un hecho social. Uno somos los demás… Todo yo es relacional: uno es en función de los demás. Todos estamos siendo juntos. El yo es una red acumulativa de rasgos físicos, biológicos, psicológicos y sociales. Es un proceso temporal y cambiante. Uno no es; uno sucedemos.

 

Queda claro, espero, que no es una exageración decir que eres microcosmos. El griego jónico —es decir, asiático— Demócrito de Abdera (c. 460-370 a. C.)  es el filósofo de quien conservamos testimonio explícito más antiguo de que empleó el concepto de “microcosmos” para referirse al hombre —fragmento DK 68B34—. Con todo, existe una idea implícita anterior que preparó el terreno: Anaxímenes de Mileto (c. 546-528 a. C.), quien vivió algo así como siglo y medio antes que Demócrito, formuló lo que podría considerarse la primera expresión conocida de la relación microcosmos-macrocosmos de la filosofía griega, aunque sin usar el término explícitamente. En un célebre fragmento (DK 13B2), estableció: “Así como nuestra alma, siendo aire, nos une y gobierna, así el aire y el aliento envuelven todo el universo”. Estas palabras establecen un paralelismo estructural entre el alma humana (pneuma) que mantiene cierta cohesión del cuerpo individual y el aire cósmico que sostiene el universo entero. Aunque Anaxímenes no utilizó la palabra microcosmos, la analogía está claramente presente: el hombre como reflejo en pequeña escala del cosmos.

 

Por lo que sabemos, Demócrito fue quien hizo la primera referencia explícita al hombre como microcosmos. La afirmación encaja perfectamente con su atomismo: si todo el universo está compuesto de átomos, entonces el ser humano, al contener todos los tipos de átomos en distintas proporciones y combinaciones, es efectivamente un compendio del cosmos.

 

No existe evidencia de que Heráclito de Éfeso (c. 535–480 a. C.), utilizara la noción de microcosmos, aunque su concepto del logos como principio racional que atraviesa tanto el cosmos como el ser humano comparte afinidades con la idea. Según testimonios posteriores, Pitágoras (c. 570–490 a. C.) sí sostuvo que el hombre contenía todos los poderes del universo: lo divino (razón), los elementos, y las capacidades de movimiento, crecimiento y reproducción; sin embargo, este testimonio proviene de fuentes tardías y su autenticidad es debatida.

 

Algunos estudiosos han planteado remontar el origen de la idea hombre-microcosmos a Thot (Theut), el legendario sabio-dios egipcio asociado con la escritura, el cálculo, el tiempo, la palabra y la sabiduría —helenizado como Hermes Trismegisto—. Pero esta atribución es obra tardía de griegos helenísticos, no de los propios egipcios. La cultura egipcia sí tenía nociones relacionadas (como el concepto de ka y heka, la fuerza creadora que conecta lo divino y lo humano), pero la formulación del microcosmos como concepto filosófico es griega.

 

La concepción del hombre como microcosmos tuvo una historia rica. Platón (c. 427-347 a. C.) desarrolló la idea en el Timeo, en el que presenta el cosmos como un animal divino viviente creado por el Demiurgo, y establece paralelos entre la estructura del alma humana y el alma del mundo. Plotino y sus sucesores neoplatonistas continuaron sofisticadamente la relación microcosmos-macrocosmos, vinculándola con la teoría de la emanación y el alma del mundo. Los estoicos fueron defensores entusiastas de esta analogía. Concebían el cosmos como un organismo vivo regido por el logos o razón universal, y el alma humana como una parte del pneuma cósmico. Para ellos, el ser humano participa directamente de la racionalidad divina que ordena el universo. Los textos herméticos (c. 100 a. C. - 300 d. C.), surgidos del sincretismo greco-egipcio, hicieron del microcosmos un principio central de su filosofía. Durante la Edad Media: La analogía fue ampliamente adoptada en las tres tradiciones religiosas monoteístas.

 

En árabe se conocía como ʿālam ṣaghīr, mundo pequeño y en hebreo como olam katan; en latín, como microcosmus o minor mundus. Filósofos islámicos como los Ikhwān al-Ṣafāʾ (Hermanos de la Pureza), pensadores judíos como Saadia Gaon e Ibn Gabirol, y cristianos como Godofredo de San Víctor abordaron expresamente el concepto. La idea alcanzó su máximo esplendor con figuras renacentistas como Pico della Mirandola y Nicolás de Cusa, quienes la vincularon con la dignidad humana y el carácter infinito tanto del universo como de la potencia humana.

 

En 1999 la banda de funk rock alternativo Red Hot Chili Peppers dio a conocer su álbum Californication, en el cual se incluye su canción Parallel Universe, escrita por el vocalista Anthony Kiedis. Kiedis compuso la letra en torno a la idea de una dualidad entre mundos interiores y exteriores, a la que se refiere como un universo paralelo entre la vida pública del músico y su mundo interno:

Staring straight up into the sky

Oh my my

A solar system that fits in your eye

Microcosm…

You could die but you're never dead

Spider web

Take a look at the stars in your head

Fields of space, kid

 

No me resulta difícil imaginar a Demócrito de Abdera grooveando con la rola…

viernes, 7 de noviembre de 2025

El flujo del reflejo

 

— Toda multiplicidad es una ilusión —dijo Parménides, el de Elea.


— Toda es unidad una ilusión —respondió Demócrito, el de Abdera.


“… ninguna de las categorías de nuestro pensamiento —unidad, multiplicidad, causalidad, mecánica, finalidad inteligente, etc.—, se aplica exactamente a las cosas de la vida: ¿quién podrá decir dónde comienza y dónde termina la individualidad, si el ser vivo es uno o varios, si son las células las que se asocian en organismo o si es el organismo el que se disocia en células?”

Henri Bergson, el de París, escribió en su libro La evolución creadora (1907).


Parménides buscó detener el río; Demócrito, contar sus gotas. Bergson entendió que el río no puede nombrarse sin que el nombre lo figure como otra cosa distinta de lo que realmente es: quizás las palabras nunca alcancen para trazar las relaciones entre lo múltiple y lo íntegro. Toda forma que decimos se disuelve al decirla, y aun así, seguimos hablando, como si el lenguaje fuera la duración donde lo real toma la apariencia de ser cognoscible.

 

Le Réel, c’est l’impossible, dans la mesure où il est la limite de toute signification (Lo real es lo imposible, en la medida en que es el límite de toda significación) —espetó Lacan el 11 de marzo de 1970.

 

 

Parménides de Elea vivió entre los siglos VI a.C. y V a. C.

Demócrito de Abdera vivió entre los siglos V a.C. y IV a. C.

Henri Bergson vivió entre los siglos XIX y XX d. C.

Jacques Lacan vivió en el siglo XX d. C.

domingo, 2 de noviembre de 2025

No había de otra

  

Los hombres se han forjado la imagen del azar

para justificar su propia irreflexión.

Demócrito de Abdera

 

 

Hoy día, de entre todos los pensadores de la Antigüedad, si uno se refiere al atomismo, seguramente el primero que viene a la cabeza es Demócrito (c. 460 –370 a. C.). Curiosamente, me parece que nadie negaría que Epicuro es mucho más conocido que Demócrito de Abdera, y Epicuro de Samos (341- 270 a. C.) también fue un atomista, pero su celebridad se debe más bien a su ética, no tanto a sus planteamientos de filosofía de la naturaleza. Con todo, el acuerdo de los estudiosos apunta a que el iniciador de esa corriente de pensamiento, el atomismo presocrático, no fue ninguno de ellos dos, sino Leucipo. Decirlo así es fácil, pero un tanto engañoso, porque si bien hay cierto consenso en cuanto a que Leucipo era más viejo que Demócrito, resulta casi imposible delimitar los planteos de uno respecto del otro y, peor, para algunos, incluido Epicuro, Leucipo ni siquiera existió. Actualmente, la gran mayoría de los estudiosos acepta la existencia histórica de Leucipo —Aristóteles, quien murió antes de que Epicuro fundara su escuela, ya hablaba de él como una figura real—, aunque se sabe casi nada de su vida —¿nació en Elea o en Mileto?, ¿fue discípulo de Zenón, de Pitágoras?—. Pero a lo que iba…

 

En la dupla Leucipo-Demócrito podemos encontrar los antecedentes más antiguos en la tradición occidental del principio filosófico según el cual el cambio o comportamiento de cualquier elemento en un sistema complejo se produce siempre por la interacción de las partes del mismo sistema, y en estricto apego a leyes causales necesarias, de tal manera que todo sucede como sucede porque así y no de otra manera tiene que pasar, regido por el principio de necesidad (ananké). Si bien no usaron el término, esta visión es considerada el germen histórico de la corriente de pensamiento que, desde la Revolución Científica, llamamos mecanicismo. A Leucipo, por ejemplo, se le atribuye el siguiente axioma: “Nada se produce porque sí, sino que todo surge por una razón y por necesidad”.

 

La explicación mecanicista del mundo se consolida con la Revolución Científica. En sus albores, sus principales exponentes fueron el pisano Galileo Galilei (1564-1642), quien aplicó la matemática al estudio del movimiento; el francés René Descartes (1596-1650), que propuso un universo-máquina gobernado por leyes de contacto y colisión; su paisano y coetáneo Pierre Gassendi (1592-1655), quien recuperó el atomismo griego, y el irlandés Robert Boyle (1627-1691), que lo llevó al ámbito de la química con su “filosofía corpuscular”. Incluso en este grupo debemos incluir a Isaac Newton (1643-1727), aunque su concepto de fuerza de gravedad desafió la ortodoxia mecanicista pura, construyó su monumental sistema sobre una base de leyes mecánicas universales. Por supuesto, de todos ellos, el caso más claro y radical es Descartes. Para el autor de Discurso del método, todo el mundo físico, incluidos los animales y los seres humanos, es una máquina. Su universo es un plenum de materia en movimiento, y todos los fenómenos, desde la formación de planetas hasta la fisiología animal, se explican por el contacto y la colisión de partículas de materia —teoría de los vórtices—. Con su gran división entre res cogitans (la mente) y res extensa (la materia extensa) dio escapatoria al alma humana del mecanicismo, pero todo lo demás quedó sujeto a sus leyes.

 

Conviene aquí subrayar que lo que Descartes plantea es que el mundo es literalmente una máquina. No se trata de un símil ni mucho menos de una simple metáfora, sino de una definición ontológica: la materia, cuya esencia es la pura extensión, no puede operar sino por las leyes del contacto y el movimiento que rigen cualquier mecanismo. Esta visión, el mecanicismo cartesiano, representa la formulación más radical y sistemática de esta corriente de pensamiento.

 

Si existió, resulta que Leucipo fue para Demócrito lo que Isaac Beeckman —de quien probablemente nunca hayas oído nada— fue para René Descartes. Me explico… Podría establecerse un intrigante paralelismo histórico: la relación entre el oscuro Leucipo y Demócrito guarda una sorprendente semejanza estructural con la que, siglos después, vivirían el científico neerlandés Isaac Beeckman y el joven galo René Descartes. En ambos casos, un primer pensador, sólido y original, actuó como mentor e iniciador de las ideas fundamentales —el atomismo y el mecanicismo matemático—, pero fue la genialidad sistemática y ambiciosa del discípulo (Demócrito y Descartes) la que llevó esas ideas a su plenitud, eclipsando inevitablemente la figura del precursor y generando debates perfectamente dispensables sobre la autoría específica de sus hallazgos. Cuando el joven Descartes conoció a Beeckman (1588-1637) en 1618, este último ya era un científico consolidado con ideas muy claras. Beeckman fue un mentor que despertó en Descartes el interés por las matemáticas aplicadas a la física y le transmitió la visión de un universo mecanicista y corpuscular. En su diario, Beeckman anotó: "[Descartes] confesó que nunca había conocido a alguien con quien se sintiera tan en sintonía". Beeckman le mostró el camino. Si bien Beeckman nunca cayó en el olvido absoluto —sabemos quién era, tenemos su diario, conocemos su vida y sus ideas específicas— fue eclipsado por Descartes.

 

Este fenómeno de eclipse no es único. Se me ocurre trazar un paralelismo entre la forma en que la celebérrima ética de Epicuro opacó su no menos importante física atomista, y la manera en que el 'pienso, luego existo' y la epistemología de Descartes han tendido a ensombrecer su rol protagónico en el desarrollo y radicalización del mecanicismo durante la Revolución Científica. En ambos casos, una contribución conceptualmente deslumbrante en un área se convirtió en la 'marca registrada' del filósofo, relegando otra faceta de su pensamiento, igual de fundamental, a un segundo plano en la percepción popular y a veces incluso académica. Claro, Leucipo, Demócrito, Isaac Beeckman y el propio René Descartes, dirían que si sucedió así, fue porque era necesario: no había de otra.